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Lupo es más que un perro. Es una metáfora, una proyección de mí mismo según el doctor Martínez al habla. Es un Platero que no come naranjas y que no habla más que lo justo, que las palabras se las lleva ... el viento. A veces se pega al radiador mientras atruena la televisión y se nos va poniendo cara de confinamiento. En el primero -confinamiento/secuestro civil-, él comía piensos caros y yo hacía una sola comida: la cena, cuando caía el sol y tachábamos una fecha más en el calendario.

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Veíamos películas malas del Oeste de lo de Cerezo, en la hora que atardecía y como se me paseaba solo, apenas vi la luz del sol. No aplaudimos ni ladramos a las 20.00, porque lo que más que oímos fue el pitido de un trailer en un día de niebla que quizá subiera a La Coruña o bajara a Madrid sin mascarillas. La siesta cansaba, las plataformas de 'streaming' también. Hay quienes le dan valor a silencio y no comprenden la mudez. La televisión tiene un picotazo de alguna vez que salió el Gobierno, sería sábado, y yo tiré la zapatilla de gamuza en no se qué desesperación ante el secuestro. Recuerdo que no fue la primera ni la última, y así el televisor tiene heridas que son mi refutación con babuchazos al sanchismo.

Aún guardo mal color y falta de vitaminas. Las siestas eternas que me ponderó Girauta al principio de la cosa se me revelaron pesadillas con carceleros malos y carceleros peores. Mamá llamaba a última hora tragándose las lágrimas; yo hacía lo mismo. Darle a mis años un nieto es ya un imposible que empezó con la recesión y se agravó con la pandemia. Yo no salí más fuerte, salí castrado y con cierta alergia al sol, que es el comienzo de la cosa.

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