Ah, conciencia, qué bonita palabra. Cuando era niño, el sacerdote nos obligaba a tomarnos unos minutos para que hiciéramos, decía, examen de conciencia antes de postrarnos en el confesionario. La conciencia era, pensaba yo, la parte del recuerdo donde se almacenaba lo malo que hacías, ... una especie de basurero. Ya no se habla del examen de conciencia. Lo que está de moda, hace tiempo, es la libertad de conciencia. ¿Qué es la libertad de conciencia? La excusa para no hacer aquello que no quieres hacer. No sé si recordarán el relato de Melville, Bartleby el escribiente, donde se nos habla de un oficinista que, de repente, decide no hacer más su trabajo. Preferiría no hacerlo, es la excusa que pone para sus reiteradas negativas que, incomprensiblemente, su jefe soporta. Esa frase representa la 'libertad de conciencia' de Bartleby.
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Preferiría no hacerlo, parece ser que andan diciendo muchos médicos cuando tienen que realizar un aborto. Apelan a la conciencia, esa bonita palabra. Esa inviolable conciencia que nos impide hacer unas cosas y otras no. Esto lo hago, esto preferiría no hacerlo. La conciencia... Esa libertad de conciencia que no tienen aquellas señoras que limpian los quirófanos ensangrentados, los que recogen las sábanas llenas de mierda en los hospitales, los que sacan los cubos de basura o manguean los suelos de los mataderos.
Unos podemos ser Bartleby; otros, no. ¿Estarán relacionados aquel viejo examen de conciencia y la más actual libertad de conciencia? No sé. En cualquier caso, esa palabra aparece demasiadas veces en este artículo.
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