Lo ha vuelto a hacer. Ya en la calle, libre como los pájaros, el hombre fuerte del independentismo catalán reflexiona acerca de la imagen de confianza que proyecta y que ha llevado por segunda vez a un Gobierno de España a creer en él como ... la persona clave para solucionar, desde la racionalidad, el denominado problema catalán. Fue en 2016, en aquella época se erigió como interlocutor discreto y privilegiado de la entonces vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, que creyó de buena fe en las palabras, siempre medidas, de Junqueras. El Ejecutivo de Mariano Rajoy pensó, de verdad, que el líder de ERC constituía el camino adecuado apara abordar la desafección de una parte significativa de la sociedad catalana y por eso se fio de su postura ambigua y lábil. En realidad, según han confesado algunos de sus interlocutores de aquella época, Oriol Junqueras nunca tuvo una mala palabra y decía a cada uno exactamente aquello que quería oír. Se mostraba siempre como una persona comprensiva, dispuesta a ayudar, en un acercamiento que nunca se produjo y que desembocó en el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017, del que fue ideólogo imprescindible. Una acción que le llevó a ser condenado por la Justicia y por la que ha pagado una magra pena de cárcel.
El caso es que Junqueras continúa revestido de una imagen de representante privilegiado de la sociedad catalana, y así se valora en la argumentación de la gracia gubernamental que le ha exonerado de la cárcel. Un nuevo Gobierno, en este caso de signo político contrario al anterior, vuelve a depositar en este personaje una fe de carbonero que los hechos, pasados y presentes, se encargan de desmentir. Ha bastado una carta en la que se alejaba, siquiera tenuemente, de la vía unilateral, para dotarlo de unos atributos que el inefable ministro Ábalos ha llegado a comparar con los de Nelson Mandela. Obviamente, sobra cualquier comentario.
El indulto es un mecanismo perfectamente legal. Una decisión del Gobierno impecablemente democrática. Pero, para concederlo, hay que cumplir unos mínimos requisitos que en este caso han brillado por su ausencia. En primer lugar, solicitarlo, algo que no ha ocurrido. En segundo, mostrar arrepentimiento por el delito cometido, circunstancia que tampoco se ha producido. Y, en tercer lugar, pedir perdón a los ciudadanos por la fechoría por la que el delincuente ha sido enviado a prisión. No se trata de requerimientos estrictamente legales, ya lo sabemos, pero si son exigencias mínimamente éticas y estéticas. En su lugar, Junqueras y los suyos, ya han dicho a los suyos que lo volverán a hacer y que esta decisión magnánima no es, a su juicio, sino la constatación de la debilidad del Estado. Con estos mimbres no puede hacerse ninguna buena cesta.
La displicencia, chulería, altanería y el tono desafiante con la que los reos ahora liberados han recibido este regalo en forma de libertad no pedida, provocan los mayores recelos en cuanto a la verdadera voluntad de que pongan algo de su parte para reconducir la situación. Ellos, que exigen a los poderes públicos la independencia de Cataluña y la amnistía, imposible, para los presos, no parecen dispuestos a exigirse nada a si mismos. Son los demás los que han de plegarse a su voluntad. Ahora, celebran victoriosos esta decisión y miran al líder Junqueras con la admiración que produce saber que lo ha vuelto a hacer. Después de engañar a un gobierno del PP, ahora lo ha conseguido con otro del PSOE. Dos veces ya. Y las que vendrán.
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