Leo que al criminal de Lardero le ha definido un vecino como «arisco y distante en las distancias largas, dicharachero y embaucador en las cortas». Sorprende lo mucho que variamos con un simple cambio de óptica. Lo que parecía llamado a repercutir exclusivamente en el ... mundo exterior, donde el miope ve de cerca lo que al présbite le ciega, tiene su correlato en el mundo emocional. Hay quien de lejos enamora y de cerca desencanta y aleja.
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Y pensando en ello, no deja de sorprender que todo cuanto repercute en el corazón se mida en distancias. Hay una frase de Caetano Veloso sumamente curiosa. Apunta a que de cerca nadie es normal. Y es tan cierta como una verdad matemática. Tanto como lo es la idea inversa, pues de lejos todos lo somos. Todos, menos los locos, que son más locos de lejos que próximos. Basta llegar a ellos para comprobar sus buenas razones y su criterio singular. En cambio, no es raro que renunciemos a conocer a algún amigo cercano para no sobrecogernos. En la intimidad el loco gana, mientras que el cuerdo pierde y nos desengaña. Se diría, en principio, que estos equilibrios responden a una balanza antinatural, pero es la balanza humana, la demasiado humana, la paradójica.
Y ya que hablamos de locos –como me es habitual–, el tema nos lleva a la locura oficial, a esa que ni se encierra ni se trata: al amor pasional. Y si el enamorado se salva finalmente de la locura, aunque haga de las suyas y responda al dicho de que «no está loco pero le falta poco», es porque recurre a la distancia. Quizá inspirado por algún trovador medieval, Thomas Mann llegó a sostener que «la felicidad no radica en ser amado, que sólo es una satisfacción para la vanidad, mezclada con asco. La felicidad reside en amar y en no poder aproximarse al objeto amado». Así lo es para quien identifica el bienestar con tener a su pareja en Montreal. Y así no lo es para aquellos que ven en el alejamiento un escarnio y reclaman la presencia constante del ser amado. Estos se desgañitan, quizá, porque, como escribió Pedro Salinas, «en el amor todo quiere ser cuerpo», y al cuerpo enamorado todo le atrae.
Pero también conocemos su opuesto. La distancia es un carril que se alarga o se acorta sin que los vivientes nos salgamos de él. Recordemos, frente a los defensores del amor lejano, la desesperación medieval de Eloísa reclamando la presencia inmediata de Abelardo: «Te pido por Dios, a quien te has entregado, que me devuelvas tu presencia de la forma que sea». Y comprendemos bien su tribulación cuando nos enteramos de que «ninguna gama o grado de amor se nos pasó por alto».
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Leyendo a Eloísa apreciamos que la historia también es una distancia que se acorta y se alarga como por encargo. Algunas cosas nos parecen muy antiguas, pero otras, como este grito de Eloísa, resuena cercano.
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