Más allá del papel que juegan los ciudadanos en las urnas, los partidos políticos son la clave de la fortaleza o debilidad de un líder. Pueden hacer o deshacer. Encumbrar o destruir. Por eso, persuadir a los propios representa la primera gran tarea de aquellos ... que aspiran a encabezar un proyecto. En toda estrategia de escalada, no deben faltar los eslóganes del «contaré con todos» o «escucharé a las bases». Una vez logrado, el «todos» y las «bases» se sustituyen por una pléyade de asesores bien remunerados y se impone la ley del silencio. Un toque de queda que solo rompen, de vez en cuando, pequeños versos sueltos, sin mucho más recorrido que el de ganarse ese día unos cuantos titulares de relleno. Nada más.

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Mientras tanto, el líder disfruta de ese mando único que le confiere el poder de repartir los cargos y diseñar las listas. Su supervivencia, y la de los estómagos agradecidos, se convierte en el único punto del orden del día. Da igual si hay que tragar y pactar con quienes homenajean a etarras. O si toca hacer otra ley educativa para contentar a los nacionalistas. Así funciona. La llamada disciplina de voto –eufemismo que en realidad significa «ni se te ocurra pensar por ti mismo, aquí se vota y se dice lo que dicta el líder. Y punto en boca»– representa uno de los principales cánceres de nuestra democracia. Por eso no quieren ni oír hablar de listas abiertas, ni de diputados y senadores que rindan cuentas de verdad en sus territorios. No vayamos a pasarnos de demócratas con lo bien que vivimos así, ¿verdad?

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