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P ues vaya si merece una reflexión el espectacular desarrollo de los acontecimientos tras la muerte de la reina Isabel II de Inglaterra. Supongo que cualquiera que haya seguido los actos fúnebres y, en paralelo, los actos sucesorios en la persona de su hijo, ya ... rey Carlos III, no habrá podido por menos de preguntarse por la especial naturaleza de una monarquía cuyas raíces se hunden en la noche de los tiempos, una monarquía parlamentaria con indudable arraigo y, por lo que vimos estos días y se sabe por múltiples estudios de opinión, que goza de un nivel de aceptación muy importante. Quizá ahora mismo ese alto nivel de aceptación esté bastante relacionado con la persona de la Reina fallecida, pero parece también evidente que la propia institución tiene por sí misma adeptos suficientes.
Así que la primera reflexión habrá de ir dirigida a la persona. 96 años de vida, y 70 de reinado, dan para mucho en todos los sentidos. Ante ella se sucedieron 15 primeros ministros del Gobierno inglés y tuvo la suerte de que el primero de ellos fue un singular personaje, Winston Churchill, el de la promesa de sangre, sudor y lágrimas cuando Inglaterra entró en guerra contra Alemania. Había sido 'premier' entre 1940 y 1945, y volvió a serlo entre 1951 y 1955, justamente en los primeros años del nuevo reinado. Era el año 1952 cuando Isabel II, con 25 años, heredaba la corona de su padre, estando de viaje por África con su esposo. Al regresar con urgencia a Londres, Churchill, que la esperaba al bajar del avión, exclamó, y así se escuchó: «Pero si solo es una niña». Es de suponer que también pensó para sí que tendría que ayudarle, porque estaba aún muy reciente la guerra y lo más necesario era reconstruir el país, con estabilidad y unidad. Para ese objetivo era muy importante la función que fuera a desempeñar aquella niña y el tiempo ha venido a demostrarlo.
En alguno de los múltiples desfiles fúnebres de estos días, la cámara que retransmitía se acercó a la valla y pidió a alguno de los asistentes que expresara sus sentimientos. Uno de ellos se abrió paso entre los demás y, con tanta firmeza como emoción, exclamó: «Yo soy profundamente antimonárquico, soy republicano por convicción, pero esa señora era mi Reina». Ni siquiera dijo que fuera la Reina de su país; lo que dijo exactamente es que era 'su' Reina. También hubo varios que dijeron que su mayor deseo en ese día hubiera sido ver a Lady Di convertida en Reina consorte, lo que viene a abundar en la importancia de la persona cuando se trata de facilitar la simbiosis con la institución. Lo cierto es que Isabel II, bajita, anciana, de aspecto ya frágil, con sus vestidos y abrigos tan coloreados, con su sombrero a juego y su bolsito en la mano, tras 70 años de ejercer simbología anglosajona, había terminado por cumplir un rol mucho más cercano y efectivo. Porque muchos, muchos, ingleses, escoceses, galeses y norirlandeses, llorando a lágrima viva en los desfiles, la veían ya como una dulce y entrañable abuelita, suya y de cada uno, a la que estaban despidiendo.
De manera que, si se dan esas dos circunstancias, que una misma persona es percibida a la vez como Reina de todos y abuela de cada uno, no es ya que la misión esté cumplida; es que la institución, histórica como pocas en el mundo, atesora una capacidad de legitimidad representativa, especialmente útil para la permanencia del Reino como un Reino Unido, que así se llama esa asociación de cuatro territorios, cada uno con su peculiaridad y su tensión, y para el mantenimiento, hasta donde es posible en la actualidad, de los vínculos con esa amplia comunidad de países, de Canadá a Australia, que comparten algo más que el idioma.
Luego, la persona debe saber cumplir su función. De allí es la regla esencial de que «el Rey reina, pero no gobierna», y para que sea así, debe serlo, y parecerlo. Hace falta actuar con exquisita neutralidad, y tiene que notarse, en público, e incluso en privado. Cuentan que la reina Isabel, que también tenía su carácter y lo ponía de manifiesto cuando era necesario, alcanzó un estado de cabreo insuperable con el primer ministro Cameron en cierta ocasión. Acababa de celebrarse el referéndum en Escocia y Cameron llamó a la Reina para comunicarle el resultado favorable a la permanencia en el Reino Unido. Luego dijo a los periodistas que Su Majestad estaba satisfecha. Ese simple comentario sobre la reacción de la Reina, que podía entenderse como muy lógico, fue visto por ella como un riesgo de parcialidad ante una consulta popular. Andando el tiempo, se miraron con lupa sus gestos en la coyuntura del 'brexit', por si de ellos se pudiera deducir su opinión en un trance tan relevante para el país. Se hicieron interpretaciones, conjeturas y suposiciones de toda clase. Nada, ni el más mínimo indicio verosímil fue posible encontrar.
Allí no hay una Constitución formal escrita. Hay una acumulación de reglas, costumbres, precedentes y sentencias que ordenan la vida pública y las relaciones entre los poderes del Estado. Cuando se abre una legislatura, el Rey, o la Reina, va al Parlamento y lee un discurso, pero no es suyo, lo que lee es el discurso que le escribe el Gobierno para significar así que lo hace suyo, como lo hará con otro Gobierno de otro signo político cuando llegue el caso. No será fácil encontrar una muestra tan peculiar de neutralidad como esa.
Y, por fin, está la escenografía. La verdad es que la combinación de ceremonias, ritos, desfiles, lugares, escenarios, vestimentas, objetos y personajes que hemos visto estos días, no tiene parangón. Si acaso, el despliegue de la Iglesia en las grandes ocasiones. Cada cosa, cada gesto, tenía su significado. Y enseguida se percibía que nada era casual o improvisado, que todo era una expresión, prevista y cuidada, de detalles con un profundo significado histórico detrás. Y ya se sabe que nada tiene más intencionalidad que un buen protocolo, sobre todo si detrás tiene una tradición de siglos. Se ha pensado, incluso, que el propio hecho de que la Reina se trasladase al castillo de Escocia, en precario estado de salud, tal vez ya con la previsión de un próximo fallecimiento, tampoco fue casual; morir allí, hacer allí su primer viaje funerario, recibir allí las primeras muestras de afecto, tenía una especial emotividad, y un efecto añadido de utilidad para la Corona, precisamente en ese territorio. Puede ser que la explicación sea esa, que ninguna puntada sin hilo. La misma que sirve para entender el periplo itinerante del nuevo Rey para recibir proclamación en la capital de cada uno de los cuatro reinos. Él, de momento, no goza del aprecio de su madre, y tendrá que hacer el máximo acopio de símbolos para intentar no desmerecer ni menoscabar la herencia que recibe.
La conclusión es sencilla: cuando en un asunto delicado, como lo es el de la Monarquía en la edad moderna, se suman factores positivos en la persona que la encarna, en la forma en que cumple su función y en el escenario en que se mueve la institución, mano de santo. Tal vez lo que queda por decir es si sería posible tomar ejemplo en otros lares.
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