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A Dios pongo por testigo
Tiempos modernos ·
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Para el firmante es una fiesta el día que chiscan la calefacción, sea central, individual, de carbón, de gasoil, eléctrica, de gas ciudad, paneles solares, biomasa o de palos de escobaPara combatir los fríos del invierno, uno de los inventos más eficaces que conozco es la calefacción central; eso sí: con contadores individuales para que cada vecino pague lo que consume, y si alguno decide combatir la helada con tres mantas y dos jerséis, que lo haga porque de lo suyo ahorra. Cuando servidor salió de su anterior morada en Pajarillos con unas inflamaciones en pies y manos del tamaño de las mantecadas de Astorga, recordó aquella frase de Escarlata O'Hara poniendo a Dios por testigo de que nunca volvería a pasar frío. Es cierto que ella dijo 'hambre' en lugar de biruji, pero este artículo no es para hablar de la carencia de alimentos. Y aunque el Gobierno ha puesto, o piensa poner, límites al grado máximo de calor que podemos tener en el hogar, estoy seguro de que disfrutaremos del confort necesario para ver en la tele y sin bufanda 'La Casa de los Martínez'.
Actualmente, para el firmante es una fiesta el día que chiscan la calefacción, sea central, individual, de carbón, de gasoil, eléctrica, de gas ciudad, paneles solares, biomasa o de palos de escoba. Lo que cuenta es el confort, aunque cada vez sea más caro gozar de él. De todas formas, confieso que no es la primera casa en la que vivo que tiene calefacción, ya que pasé una temporada (corta) en Venta de Baños en un piso de la Renfe porque le dio la gana a mi señor padre de pedir el traslado y nos tuvimos que ir todos para allá. Aunque la vivienda no era nada lujosa tenía calefacción individual y unos radiadores del tamaño de una furgoneta que jamás estrenamos porque, como decía mi santa madre, «ni se te ocurra, que eso gasta muchísimo carbón». Así que antes de dilapidar nuestra magra fortuna en calor nos volvimos a La Maruquesa, donde al menos teníamos un brasero.
Todo esto de la calefacción central contrasta una enormidad con la vida cotidiana de los menesterosos como servidor, que cuando apretaba el calor dormían con las ventanas abiertas, y en invierno se apañaban con remedios caseros que no combatían el frío ni dándonos bofetadas unos a otros. El más popular de todos ellos era el brasero de picón, un artículo relativamente barato que se encendía en la calle para evitar el tufo y dar envidia a esos vecinos que ni siquiera tenían para comprar un par de kilos. Para aquellos que no conocen el sistema, se lo resumo en un pispás: se echaba el cisco en el fondo del brasero, se prendía con un papel y se abanicaba hasta que se ponía rojo, tras lo cual se tapaba el fuego con ceniza y se metía debajo de la camilla.
Gracias a este invento, al menos durante el invierno la familia se concentraba alrededor de la mesa, llenándose de cabrillas las piernas y de sabañones las manos. Con todo, lo peor era cuando se acababa el combustible y no había otro remedio que meterse en la cama sacando a patadas al pingüino que se escondía dentro. Para aminorar los efectos de la helada nocturna calentábamos un ladrillo que, cubierto con un paño, nos llevábamos a la piltra para que no tuvieran que amputarnos los pies de frío. A falta de ladrillo usábamos una botella con agua caliente, que alguna vez perdía el tapón y ponía sábanas, colcha y colchón como si hubiera meado una vaca de 50 arrobas a la canal.
Para los que no han conocido esta época tan enriquecedora, les revelaré el secreto de la frase más repetida en las casas de entonces: «Anda, echa una firma al brasero» que, contrariamente a lo que pueda parecer, no era rubricar la calefacción sino remover la ceniza para que las brasas de abajo asomaran el hocico y volvieran a calentar los pies.
Esto pasaba en la gran mayoría de las viviendas-chabola de mi barriada, pero si hablamos del colegio tampoco era el paraíso. Recuerdo perfectamente que cada clase tenía una sola estufa, y aunque he olvidado quién se encargaba de encenderla supongo que sería el maestro. De lo que sí me acuerdo, y además creo haberlo contado alguna vez aquí, la política de don Justo 'Camisa Azul', o don Emilio 'Patachicle' era un pelín discriminadora porque los más listos de la clase tenían derecho a sentarse alrededor de la estufa y los más torpones en las filas de atrás, donde hacía seis o siete grados bajo cero. En fin, las cosas de la Enseñanza eran entonces de aquella manera y aunque algunos hayamos salido un pelín tarados deberían haberse esforzado en entendernos.
Fuera del cole, además del picón, había que comprar carbón para la cocina que, al menos en mi caso, tenía solamente un agujero con arandelas para guisar; nada de hornos ni pailas de agua caliente: aquel recinto era para guisar, y punto final. El carbón se compraba en las carbonerías (naturalmente) que, según creo, casi han desaparecido por completo, aunque en las páginas amarillas se anuncia al menos una, Carbones Plaza, que se presenta como «una empresa familiar fundada hace más de 50 años». Cuando le pregunto a Miguel, 'El Pichi', me responde que si me he vuelto loco «buscando cosas que ya no se llevan». Como le digo que es para un trabajo de investigación muy serio que estoy llevando a cabo me contesta que solamente se acuerda de una «que estaba pasando el Puente Mayor y otra en la calle Imperial». A la segunda cerveza me confiesa que él traía de la Renfe el carbón que gastaban en casa porque su padre «tenía derecho al suministro». Lo malo, añade, es que «había que recogerlo en la Estación del Norte con uno de los carros que alquilaban en la Plaza del Val, si la memoria no me falla, que a estas edades todo es posible». No obstante, esta última revelación tampoco me sirvió de gran cosa, porque mi viejo también era ferroviario y me acuerdo del traslado desde allí hasta casa.
Cuando llamo a Rafita 'El Tenazas' para recoger algo más de información, le sale la vena proletaria y me cuenta, otra vez, la anécdota, seguramente falsa, según la cual el señor marqués pagaba al sereno para que, como testigo directo en aquellas noches gélidas, pregonara bajo su ventana: «¡Son las tres de la mañana, cinco grados bajo cero!». El noble se arrebujaba entre las mantas mientras lamentaba: «¡qué frío tiene que estar pasando ese hombre ahí fuera!». Menudo cabrito.
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