Es bien conocido que la adolescencia es una etapa de cambios y de especial vulnerabilidad cuando nos referimos a las adicciones. Varios estudios epidemiológicos han mostrado que, cuanto más temprano es el comienzo del consumo de drogas, mayor es la probabilidad de generar dependencia posterior.
El circuito de recompensa se encuentra regulado por la dopamina, neurotransmisor implicado en el movimiento, las emociones, la motivación y el placer. Las conductas placenteras, tales como la comida o el sexo, liberan dopamina de forma natural, y ese es el motivo por el que ese tipo de experiencias obtienen un gran refuerzo y nuestro organismo las busca y tiende a repetirlas. El consumo de drogas interacciona también con el circuito de recompensa, pero en este caso la duración e intensidad del refuerzo es considerablemente superior, provocando que el deseo de recuperar dicho estado sea muy poderoso.
En la adolescencia, los circuitos motivacionales y cognitivos no maduran a la vez. El refinamiento y el ajuste de los entramados neuronales conducen a una maduración más temprana del circuito motivacional y a un desarrollo más retrasado de las regiones de control cognitivo. Este desfase en el desarrollo aumenta la probabilidad de comportamientos de riesgo típicos de la adolescencia. El cerebro adolescente, en proceso de maduración, tiende en consecuencia a sobreestimar el placer y subestimar el peligro, creando una autopercepción de invulnerabilidad, toma de decisiones precipitadas, comportamientos imprudentes e impulsivos y búsqueda de sensaciones nuevas. Estas características, programadas por la naturaleza para alcanzar la necesaria maduración e independencia, se vuelven perversas cuando conviven con las drogas.
¿Imaginan un coche que saliera al mercado con gran potencia y velocidad, pero sin volante ni frenos? Pues este símil puede ayudarnos a entender lo que sucede cuando los adolescentes consumen alcohol, tabaco, cannabis o cualquier otra droga. Los menores son más sensibles al refuerzo positivo y a los efectos placenteros y menos sensibles a los estímulos aversivos de las drogas que los adultos. Además, su uso en esta etapa puede dificultar la maduración del cerebro y desencadenar trastornos neuropsicológicos que pueden persistir en el adulto. Los estudios muestran que los consumidores adolescentes presentan a largo plazo un menor volumen de sustancia gris y blanca en la corteza prefrontal y en el sistema límbico, que pueden contribuir a desarrollar trastornos psiquiátricos en etapas posteriores.
Los datos de la última encuesta oficial sobre el uso de drogas en enseñanza secundaria en España (Estudes, 2018-2019), realizado por el Observatorio Español de las Drogas y las Adicciones, arroja de nuevo datos preocupantes. Las tres drogas más consumidas por los menores de entre 14 y 18 años son el alcohol (75.9%), el tabaco (35%) y el cannabis (27%); además, el uso de cigarrillos electrónicos se ha duplicado con respecto a la encuesta anterior: uno de cada dos estudiantes los ha utilizado alguna vez.
Recordemos alguno de los perniciosos efectos de estas drogas en el cerebro adolescente. Alcohol: déficit de atención y memoria verbal, alteración de funciones ejecutivas, desinhibición comportamental, reactividad emocional exacerbada y baja tolerancia a la angustia. Tabaco: alteraciones cognitivas y conductuales, menor capacidad atencional, mayor impulsividad y síndromes depresivos. Cannabis: alteraciones en la atención, memoria, planificación, velocidad de procesamiento, orientación, visión espacial y tareas psicomotoras, así como mayor probabilidad de desarrollar déficits neurocognitivos y trastornos del espectro psicótico.
Según los datos de la encuesta Estudes, uno de cada siete jóvenes de entre 14 y 18 años es consumidor problemático de cannabis. La Estrategia Nacional de Adicciones (ENA 2017-2024) constata que el cannabis es la droga ilegal más consumida en nuestro país, y que su consumo en menores casi triplica al consumo de los mayores de 35 años.
La citada ENA incorpora por primera vez las adicciones sin sustancia o comportamentales, esto es, los juegos de apuesta (presencial y 'on-line'), videojuegos y otras adicciones a través de las tecnologías. Los mecanismos de actuación sobre el sistema de recompensa tienen ciertas similitudes con los de las drogas convencionales. De nuevo, los adolescentes son población de alto riesgo frente a las adicciones sin sustancia.
Que detrás de todo esto se mueve un importante negocio económico y que los menores son clientes por excelencia del mercado de drogas legales, ilegales, juego, casas de apuestas...; que quién controla y dirige este negocio lucrativo conoce muy bien la idiosincrasia de esta etapa y sabe cómo fidelizarla, y que gran parte de los beneficios son el resultado de su uso problemático y de la destrucción de personas y familias lo sabemos casi todos.
Los adolescentes, gracias a la 'conflictividad existencial' inherente a la etapa, se presentan como cabezas de turco perfectas, son estigmatizados («esto no pasaba antes…») y la perplejidad de los adultos ante su comportamiento puede hacernos perder de vista la responsabilidad de quienes tenemos la obligación de educar y de quienes tienen la potestad de prevenir, regular y controlar.
Castilla y León tiene una de las más fundamentadas trayectorias en el desarrollo de programas de prevención dirigidos a profesionales, padres, madres y menores. Pero es necesario regular más, supervisar mejor, hacer cumplir la normativa, controlar la publicidad y sancionar.
Los factores 'fisiológicos' de riesgo indican también la necesidad de disminuir la accesibilidad y retrasar lo más posible el consumo de drogas por parte de los menores. Y es nuestra obligación protegerlos y evitar que cualquier interés, económico o de cualquier otro tipo, se sitúe por encima de sus derechos fundamentales. Salvaguardar la salud biológica, psicológica y social de nuestros hijos e hijas es una responsabilidad de todos.
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