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Cerca de 300 kilos de dinamita convirtieron en polvo, envuelto por el hierro retorcido, el horno, el estómago, de la central térmica de Anllares. Ocurría el pasado jueves en una imagen que se graba en la retina del mismo modo que las cicatrices recuerdan las ... heridas de otro tiempo.
Apenas 15 segundos para ver cómo la historia forjada con el sudor y la sangre de no pocos trabajadores se venía abajo para dejar entre sus restos 8.000 toneladas de acero. Fue como un soplido formidable, acompañado por un trueno, como la traca final que pone fin a una jornada de fuegos artificiales.
Paso a paso, día a día, la épica de la minería leonesa se consume entre voladoras, la espera al último juicio por la muerte de trabajadores en el interior del tajo o el anuncio de proyectos que sobre el papel, y solo sobre el papel, deberían dar futuro a las gentes de estas tierras ahora olvidadas, desconsoladas, abandonadas y casi humilladas.
Y no fue ayer, desde 2019 se mantiene abierto un proceso de desmantelamientos de centrales térmicas que tendrá en el corto plazo su continuidad en la de La Robla, otro icono de los tiempos en los que los hombres metían su nariz hasta el fondo de la tierra para extraer un mineral que en no pocas ocasiones les arrebataba el corazón y el aliento.
Las eléctricas, ahora, van despejando el paisaje que en su día robaron para levantar enormes moles de hormigón acompañado de hierro fundido, espectaculares estructuras que se levantaban hacia el cielo al mismo tiempo que engullían millones de toneladas de carbón que ardía mientras las chimeneas resoplaban hacia el cielo.
Aquel paisaje, para algunos gris y plomizo, para otros un ejemplo de esfuerzo y lucha contra los elementos, solo se puede recordar hoy en los libros de historia, en la memoria de los héroes de la mina o en las pinturas que adornan algunas calles abandonadas de pueblos que no hace tanto despertaban con una enorme algarabía.
Escenarios del pasado, dice, tan contaminantes, insiste, que acabar con ellos era un crimen necesario y casi justificado.
Sin carbón, sin chimeneas resoplando hacia el cielo, sin hombres-topo que se colaran bajo la tierra para regresar con las manos y el rostro pintados por la carbonilla, la provincia de León solo ha hecho que cambiar su perfil y se ha pintado la cara de otro color.
Ahora ya nadie muerde la provincia para abrir explotaciones mineras a cielo abierto, pero los campos leoneses solo han dejado a un lado las orugas para abrazar otros paisajes no se sabe bien si igualmente contaminantes.
Hoy los parques solares 'se comen' la provincia y su superficie ya equivale en la actualidad a 10.600 campos de fútbol que se dedicarán entre 25 y 30 años a la producción de energía ¿verde?
En la última semana se aprobaron 'plantar' otras 792 hectáreas con placas solares y sumado a las 4.549 hectáreas se alcanzan los 32 macroparques fotovoltaicos con una superficie de 5.341 hectáreas.
Y no están solos. «Mire vuestra merced –le dijo Sancho a Don Quijote en la épica obra de Miguel de Cervantes– que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino».
Así eran, pero ahora han crecido como setas. León, que fue tierra de mineros, es hoy casero de parques solares y molinos de viento. 299 'decoran en la actualidad' la superficie de la provincia, y los nuevos planes amenazan con elevar su número hasta los 350.
Es el precio, se supone, de una energía que no contamina… O que quizá contamina mucho más, pero lo hace entre el silencio y la complicidad.
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