En el Libro VIII de su 'Ética a Nicómaco', Aristóteles dedica unas cuantas páginas al tema de la amistad. La idea fuerza de ese detallado estudio, puede resumirse en lo siguiente: existen tres tipos de amores que pueden dar forma a una amistad. El primero ... de ellos se funda en el placer; el segundo, gira en torno al gozne del interés. Ambas formas –sostiene el filósofo– terminan más pronto que tarde en defraudar las esperanzas. ¿Por qué? Simplemente porque en tales casos, los amigos no se aman por sí mismos, sólo aman en ellos cualidades que no son durables. Ahora bien, existe un tipo de amistad que, por su naturaleza, asume la plenitud de su esencia: amar al otro por sí mismo. Escribe Aristóteles al respecto: «La única amistad que dura, es la que sacándolo todo de ella misma, subsiste por la conformidad de los caracteres y por la virtud».
Una fría mañana hacia finales del otoño porteño, recibí correspondencia desde Valladolid. El remitente firmaba: «Ana B.M.» y dentro del paquete, una hermosa bufanda del Real Valladolid arropando un libro. En la tapa, dos hombres caminando por un paseo de Cuéllar. Uno de ellos con la traza sencilla del hombre castellano, de esos hombres que llevan el pueblo dibujado en el rostro. A su lado, un hombre de largo tapado negro, con una bufanda cubriéndole medio rostro, una mirada penetrante detrás de los cristales de sus anteojos y una melena prominente con aires de dandismo. ¿El título del libro? 'La amistad de dos gigantes: Miguel Delibes y Francisco Umbral'.
Solamente aquellos que amamos los libros, sabemos de la recóndita alegría que experimenta el alma que guarda entre sus manos la posesión de un profundo deseo literario. «¿Amistad?» –pensé–, y comencé a enumerar algunas cosas, como quien cuenta ovejas en un largo desvelo:
La Pluma en ristre y la Olivetti frenética; los palomares castellanos y las faldas madrileñas; el cocido de los jueves en el Lhardy de Madrid y la sopa de ajo de los sábados en el silencio de Sedano. El Retiro y el Campo Grande, la Gran Vía y los Montes Torozos; el Café Gijón y la redacción de El Norte. Miguel eleva sus ojos y se le hace inconmensurable el cielo de Castilla, vuelve a besar la tierra con ellos y le brota del pecho un Mochuelo entre las amapolas del valle. Paco, en cambio, levanta la vista y se le hace denso el humo del café, se ensimisma e imagina a Valle y a Rubén caminando entre nenúfares. La pregunta se impone y corroe nuestras entendederas: ¿Cómo puede darse una amistad tan sólida entre almas tan dispares? Porque evidentemente, Miguel y Paco no eran dos almas idénticas, dos gotas de un mismo cántaro, como esas gemelas que vestidas siempre iguales, que pasean su aura por la Ciudad del Pisuerga, y que alcancé a ver una tarde, frente a la Plaza España.
No encontramos otra respuesta: porque Delibes era un hombre magnánimo y Umbral una conciencia dolorida en el reverso de ese dandismo; y porque el dolor, siempre tiene hambre y sed de verdad. Don Miguel admiraba de Paco la pluma de un gran escritor y Paco contemplaba en Don Miguel al hermano mayor o al padre ausente, la inconfesable orfandad de un Valladolid frío de posguerra.
San Agustín decía que el verdadero rostro del hombre asoma en el género epistolar y por ello, el núcleo gravitacional de esta breve meditación, concentrará su mirada en una carta de Delibes a Umbral (y la respuesta de éste) fechada hacia finales de enero de 1975. En ella, Miguel le cuenta a Paco el ofrecimiento de Ortega (h) para hacerse cargo de la dirección de 'El País'. Delibes, como hombre sensato, comparte este dilema con sus amigos de referencia en el medio periodístico, con Alonso de los Ríos, con Manu Leguineche, con el propio Umbral:
«Yo, la verdad, no veo en todo esto nada positivo (el dinero, la vanidad, el poder, la proyección social no son, como sabes, estímulos para mí) si no es una posibilidad de salir del hoyo en que estoy metido. Me siento viejo y desalentado».
¿Qué dolor carcomía el alma de este buen castellano? Sin dudas la soledad, y en ella, el hueco irreparable de un nombre propio: Ángeles, aquella mujer «que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir».
En una entrevista tardía, un maduro y enfermo Delibes, vuelve a recordar aquel episodio y reafirma su decisión: «Les dije que no, que no podía, que se hacía muy cuesta arriba. Que si además de quedarme viudo, me quedaba viudo de El Norte de Castilla y viudo del Real Valladolid Deportivo y viudo del Monte de Valdez y viudo de todo lo que tenía, entonces no lo iba a poder resistir». ¿Perseverancia de melancólico? No, dolor irreparable y fidelidad a lo propio.
Francisco Umbral recibe la carta de Delibes y luego de exponer su repertorio hipocondríaco –tan común en él–, entra en materia exponiendo también los fantasmas de su soledad. Si Miguel había perdido a su compañera, Paco también tocaba el limo de la vida al perder al fruto de su amor, Pincho, su hijo de tan solo seis años, carne mortal y rosa a quien en fúnebre oración poética le dijo alguna vez: «Solo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú». Escribe Umbral:
«Como tú y yo estamos padeciendo el mismo terrible trauma, no sé qué aconsejarte. Hay una manera de huir hacia adelante, como hacen los toros ante el torero y como hago yo, que es embestir a la vida y hacer muchas cosas. Me muevo entre el ansia y la soledad, el miedo y la soledad, como imagino que te pasa a ti».
Paco cree que el ofrecimiento de 'El País' puede ser una hermosa aventura liberal para Delibes, pero conociendo el corazón de su viejo amigo, responde puntualmente a ello:
«En Madrid te vas a encontrar toda la inmundicia de la vida social y profesional. […] Ser glorioso es nauseabundo y tú y yo lo sabemos un poco. Cuántas veces envidio ahora tus posibilidades de soledad, de libertad, tu tiempo para crear, tu sosiego para vivir».
¿Son éstas palabras un consuelo a su amigo, aunque íntimamente crea otra cosa? El Umbral final, aunque preocupado aún por los premios literarios, culmina sus días en la soledad de su dacha, en Majadahonda, firmando trémolo sus últimas columnas, bebiendo un vaso de leche caliente en su sillón de mimbre.
Umbral, que era la garra irónica e impía, decía que Delibes tenía la sonrisa de lobo bueno y que sus cartas eran una lluvia de sensatez. Eso es la amistad también, admirar la vida virtuosa del otro, vida que, por alta, nos cuesta imitar; su revés suele ser el resentimiento.
Aquí, en esta sala en la que escribo, tengo colgado un cuadro cuyo marco negro, rompe el blanco níveo de la pared. Desde allí, vienen dos hombres caminando hacia mí, son la mixtura exacta de la sagrada lengua de Cervantes, el dolor, la confidencia y la amistad. De la vieja Plaza de San Miguel a la Acera de Recoletos, también son Valladolid, con eso basta.
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