Hay viajes que son revelaciones y caminos que son epifanías. A esa ofrenda de sentido que las cosas mismas abren ante el corazón humano y ... que constituyen la verdad más radical, la denominaron los griegos con una palabra muy sugestiva: 'aletheia', es decir, desocultamiento, quitar el velo para que esplenda el ser. Esta forma de abordar el complejo tema de la verdad, lleva incoada toda una actitud ante la vida: el sentido de las cosas vive oculto tras ellas, no lo pone el hombre con la soberbia de su intelecto. El logos está allí, aguardando ser intuido, pues el mundo está escrito bajo razón de palabra.
Ya ha quedado rubricado en otros artículos, que Castilla ha sido en mi itinerario personal, toda una epifanía. Aquellas historias que la abuela me contaba a la sombra de un laurel en un viejo patio de Lanús, aquellos trazos poéticos que recorría yo en la urdimbre de los libros, aquella narrativa cinematográfica en la cual se consumían las últimas horas de mis sábados adolescentes, encontraron en mi viaje a Valladolid la cristalización exacta de todos mis sueños. Porque a Castilla se la sueña, se la estudia, se la vive y luego, a Castilla se le escribe.
Entre las cosas nobles que animan la vida de los pueblos, los capítulos cotidianos de su «intrahistoria» –como decía Unamuno-, se encuentran el pan y el vino. Ambos, «frutos de la tierra y el trabajo del hombre» -como reza el Ordinario de la Misa-, constituyen la argamasa del pueblo. Hoy, quiero escribirle al vino, más aún, a ese puñal morado que condensa el sacrificio de las manos cansadas y la alegría de las mesas; quiero escribirle al clarete castellano. A ese clarete que bebía cada mediodía en La Solana de Valladolid, mientras besaba con la mirada a Nuestra Señora de la Antigua. El mismo vino con el que remojaba mis labios en el epílogo de la tarde, allí en La Acequia de la Calle Esgueva, mientras resonaban en mí los versos del poeta Rubén Ruiz:
«No falta botella de vino
de Mucientes u Olivares,
tinto fino de pesquera
o clarete de Cigales«.
Pero aclaremos algo antes de continuar: ¿Qué es propiamente un clarete en el mundo de los vinos?
Históricamente en la Ribera del Duero, muchas familias tenían lo que se denominaba 'un calado', es decir, una cueva o bodega donde elaboraban su clarete. La elaboración comprendía una mezcla de todas las uvas del majuelo, de allí que casi siempre fueran blancas y tintas. Una vez recogidas en la vendimia, se pisaban esas uvas en un depósito abierto y se las llevaba para su fermentación a la barrica y de allí a la botella o a la bota directamente. La vinificación se hacía normalmente con la técnica del vino tinto, esto es, dejando que las uvas fermenten junto a los hollejos. La proporción de uvas tintas y blancas quedaba librada al buen ojo o al libro de cada maestrillo. En la elaboración de los vinos blancos, por ejemplo, se retiran los hollejos y en el caso de los rosados (de aquí su eterna confusión con los claretes), se dejan apenas unas horas en maceración, en esa mixtura entre la pulpa y la piel de las uvas, al solo fin de darle al vino una coloratura incipiente. La clave entonces, se encuentra en el tipo de fermentación y por tanto en la densidad de los taninos. Luego, en aquella intrahistoria comenzó a inmiscuirse el mercado, las leyes vitivinícolas, los celos franceses (siempre a la orden del día cuando de España se trata), y se le ha contado al mundo que el clarete es meramente un tipo de vino rosado. Pero una vez más, el corazón épico de España planto cara ante la mirada de soslayo y Cigales levantó la bandera del clarete erigiéndose como su cuna.
Y se preguntará usted: ¿Por qué escribirle al clarete? La respuesta es la siguiente: porque el clarete hunde su historia en la vida cotidiana de nuestros pueblos, porque estuvo presente en la Corte, pero también en el morral del pastor, en la bota del jornalero y en la jarra del obrero. Es más, porque hasta rebajado con agua, llegó a pintar también el tazón de los niños en las mesas familiares, junto a la lumbre serena y al pan bien ganado.
¿Por qué escribirle al clarete? Porque en el clarete rezuma el color de la amapola comunera, porque es luz en la vendimia de Mucientes, porque en su sueño silencioso en el oculto latir de la tierra castellana, el clarete guarda los secretos de Alfredo, el pincel de Manolo Sierra, la pluma de Carlos Duque y la música de Paco Díez.
¿Por qué escribirle al clarete? Porque una tarde en Traspinedo, mientras se quemaban los tallos secos de la vid para un buen lechazo, Don Jesús me llevó hasta el húmedo y fresco corazón de su bodega, para beber junto a David un buen clarete; los tres de pie, pegaditos de la barrica.
¿Por qué escribirle al clarete? Porque tiene el color del poniente y el manto carmesí del viernes santo y del pendón de Castilla; porque beber para mí es volver un poco y porque como dice el proverbio latino: 'In vino veritas', en el vino está la verdad.
«¡Un chato de clarete por favor!» Como se pide en tierra adoptiva, ¡y salud!
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