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Nuestro Parlamento se ha convertido en un local tabernario, donde se entrecruzan insultos y descalificaciones bastos y ordinarios, carentes de la menor sutileza, faltos de la ironía que sólo asoma allá donde brilla la inteligencia. Y han regresado los escraches, es decir, las operaciones de ... acoso personal a los políticos en su ámbito privado y familiar. Lo primero no es nuevo –en nuestras Cortes no han abundado ni la buena oratoria ni los discursos creativos– y lo segundo tiene también larga tradición, y ha habido numerosos episodios de esos que hacen detestable la política y que degradan el debate hasta alejar a la opinión pública de sus instituciones.
Hay una simetría entre la campaña de acoso que padecieron, por ejemplo, Soraya Sáenz de Santamaría y su familia en el pasado, a manos de un sector vociferante de la izquierda que degrada el progresismo, y la que ahora padecen Pablo Iglesias y los suyos, a manos de una extrema derecha que parece sentirse orgullosa de haber recuperado el obsceno ideario de la dictadura.
No habría que decir que ni el dicterio debería estar en nuestra vida parlamentaria ni el escrache en la convivencia que integra a políticos y ciudadanos. Pero para erradicar ambas lacras, que deterioran el sistema hasta mermar su prestigio, es preciso la condena unánime –sin silencios– de todos los demócratas a los sucesivos episodios que se producen.
Porque, después de siglos de decantación de nuestra cultura, hoy podemos decir con orgullo que la democracia parlamentaria es el mejor método de resolución de conflictos que conocemos tras milenios de búsqueda. Y si no somos capaces de mantenerla en toda su integridad, la degradación acabará pasándonos factura.
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