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El Banco de España (BdE), antiguo instituto emisor de la divisa española, la peseta, se ha quedado sin trabajo. Ni emite moneda ni define la política financiera. Tan solo mantiene el papel de supervisor de las instituciones financieras, y no lo hace -por cierto- con ... mucho tino puesto que no previó ni impidió el desastre de las cajas de ahorros, no solo mal gestionadas sino vandalizadas por desaprensivos que las exprimieron hasta la náusea. Quizá por esta falta de funciones, los titulares de la Institución se consideran obligados a impartir la ortodoxia monetarista (su ortodoxia, obviamente) y a desacreditar a quienes vayan por otro camino. Es una misión fiscalizadora que no les corresponde -ya la hace mucho mejor la AIReF- pero que el actual gobernador practica con asiduidad.
La última vez (de momento) ha sido para desacreditar las subidas del salario mínimo interprofesional (SMI). Según el BdE en un informe aparecido el pasado martes, la subida del SMI en un 22% que el Gobierno realizó en 2019 aumentó hasta en un 6,01% las probabilidades de que las personas de entre 45 y 64 años afectadas por la medida perdiesen su trabajo a jornada completa; el número de empleos destruidos o no creados por esta causa llegaría hasta los 174.000.
Ya en 2019, poco después de que el Gobierno anunciase una subida histórica del SMI pasándolo de 735 euros a 900 euros mensuales, el Banco de España había alertado de que la medida destruiría 145.000 puestos de trabajo. Ahora corrobora su análisis, aunque se muestra sorprendido porque no tiene más remedio que reconocer que aquel aumento del SMI no tuvo efectos muy diferentes en el mercado laboral a los que ya había tenido la anterior subida del salario mínimo del año 2017, que fue mucho menor, del 8%.
Sea como sea, el análisis en sí refleja una visión estrecha y limitada del sistema económico. Puede ser útil traer aquí la opinión de Mario Negre y José Cuesta, economistas séniors del Banco Mundial, vertida en un trabajo sobre los Objetivos del Milenio: «La reducción de la desigualdad también puede estimular el crecimiento económico si se hace de forma inteligente. Contrariamente a lo afirmado comúnmente, no hay una disyuntiva ('tradeoff') genérica inevitable entre consideraciones de eficiencia y equidad. De hecho, hay cada vez más evidencia en favor de que las intervenciones que mejoran la equidad pueden también ser buenas para el crecimiento y la prosperidad a largo término. La redistribución puede mejorar la eficiencia económica cuando los mercados están ausentes o son imperfectos y, por tanto, no son capaces, por ejemplo, de proveer oportunidades crediticias, seguros frente a emergencias o el acceso de los pobres a derechos sobre la propiedad de la tierra; o cuando las instituciones no son equitativas, beneficiando desproporcionadamente a los ricos por medio de, por ejemplo, subsidios regresivos. En la medida en que esta redistribución eficiente rompe la reproducción intergeneracional de estas desigualdades, se abordan las raíces y los principales factores causantes de la desigualdad a la vez que se establecen las bases para un mayor crecimiento. Y este a su vez ayuda a reducir la pobreza e incrementar la prosperidad compartida».
En otras palabras, es falsa la tesis esgrimida por los movimientos neoliberales de que las políticas sociales y redistributivas son una rémora que hay que soportar por razones políticas basadas en criterios éticos, a pesar de que limitan el crecimiento y la prosperidad. La realidad, comprobada por gran parte de los expertos y lanzada con énfasis por Piketty es que las actuaciones encaminadas a reducir las brechas de distinto signo, a generar mayor igualdad, a elevar la red inferior que sostiene a los peor dotados y a introducir elementos redistributivos en el sistema fiscal generan directamente prosperidad y riqueza. Todo ello al margen de los perceptibles factores psicológicos que fortalecen las colectividades cuando se advierte que progresan las normas que generan equidad y solidaridad.
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