También un desierto mental
La carta del director ·
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La carta del director ·
«Nuestros pequeños municipios necesitan una especie de Plan Marshall, un rescate social, algo que al menos haga llevadera su agonía y no los desactive antes de tiempo»Dos informaciones de El Norte de Castilla de los últimos días han mostrado la cara más cruda de la despoblación en nuestra comunidad. Un amplio reportaje reflejaba el domingo pasado el día a día de la asistencia sanitaria en la comarca de Aliste, en ... Zamora, zona cero del plan piloto que la Junta quiere probar para adaptar la atención primaria rural a un contexto socioeconómico, profesional y generacional cada vez más complejo. La otra, con la que abríamos el periódico el jueves, cifraba el descenso natural de vecinos previsto a 30 años vista en cada municipio. Por ejemplo, perderemos 30.000 habitantes en Segovia y más de 100.000 en Valladolid. Esto es un problema de verdad para los castellanos y leoneses, uno serio. Mucho más serio que la sentencia del Supremo que ha condenado a los líderes secesionistas catalanes o los altercados y salvajismos callejeros registrados estos días en Barcelona. Aunque no siempre lo parezca, el fin del mundo para Castilla y León y otras comunidades está en sus carreteras secundarias, no en el Paseo de Gracia de la ciudad condal.
Abordar con sensatez y la debida gravedad lo que el presidente regional, Alfonso F. Mañueco, denomina el «reto demográfico» exige detenerse en mil detalles y responder a algunas preguntas. ¿Por qué hay que evitar que se vacíen nuestros pueblos? ¿O no habría que hacerlo? ¿Esa inercia es irremediable? ¿Y en todos los casos? El primer problema es de memoria. Porque, A, olvidamos todo, como personas y como sociedad, demasiado pronto. Cada día más rápidamente. Y porque, B, nuestros pueblos conservan la historia, el patrimonio, las esencias de lo que somos. Si no conservamos vivo ese inmenso territorio que hoy ocupan nuestros pueblos, abriremos un inabarcable desierto geográfico –por descontado–, pero también otro mental de peligrosas consecuencias, igual de inmenso. Solo por eso merece la pena el desafío. Ninguna sociedad es capaz de imaginar su futuro si no se reconoce en su pasado, si no lo valora y protege como parte íntima, irrenunciable, de sí misma. No obstante, debemos reconocer y apoyarnos también en una razón moral. Lo expresaba así Reyes Mate días atrás en una tribuna en estas páginas: «La grandeza de la democracia consiste en hacer política para todos y si cae en la tentación de sacrificar a alguien por la razón que sea, cualquiera puede acabar en el gueto». Hacer democracia para todos es también hacerla para quienes viven lejos, solos, dispersos, para quienes son pocos y son débiles… ¿Es irremediable? Seguramente lo es en muchos lugares, en más de los que esperamos. Lo que no es obligatorio es que aceleremos el proceso.
Y por último, ¿qué hacer para frenar o detener esa nefasta tendencia? Pues asumir, lo primero, que no es un problema abordable desde una sola región, ni siquiera desde un solo país. Que por eso ayuda mucho que la ciudadanía, toda, especialmente la urbanita y más joven, tome conciencia y se vea concernida por ello. Necesitamos con urgencia que una niña mesetaria de 16 años, como la sueca Greta Thunberg, clame ante el Parlamento Europeo: «Se están muriendo los ecosistemas, estamos a las puertas de una extinción masiva». Tal como dijo la activista climática en la ONU, donde acusó entre sollozos a los líderes mundiales de mirar para otro lado o pensar únicamente en el dinero. Segundo, que se trata de un reto transversal que afecta a ámbitos educativos, sociales, asistenciales, sanitarios, de infraestructuras, institucionales, políticos, territoriales, naturales, patrimoniales, fiscales, industriales, productivos, laborales, familiares, culturales, telecomunicativos, digitales, etcétera… El gran fallo del polémico episodio del piloto programado en Aliste no es el plan concreto para los consultorios, sino que afronta la cuestión desde un único ángulo. Uno importante, pero uno de los muchos –todos ellos interdependientes– que esconde este laberíntico problema. Y tercero, que será necesariamente caro y lento. Nuestros pequeños municipios necesitan una especie de Plan Marshall, un rescate social, algo que al menos haga llevadera su agonía y no los desactive antes de tiempo, mientras haya casas abiertas y familias, por escasas que sean, en algunos de ellos. Si en Europa se han salvado entidades financieras a beneficio de sus depositantes y ahorradores, si ha habido planes de reconversión en empresas y sectores por sus trabajadores, si garantizar las pensiones, no digo ya blindarlas, acarreará sacrificios tributarios, habrá que asumir algún día la factura que supone salvar nuestros pequeños municipios porque en ellos reside nuestra historia personal y colectiva, porque no cabe imaginar un éxodo masivo a los núcleos urbanos. Porque es lo decente. La alternativa, no nos confundamos, es un sálvese quien pueda. Y por esa regla de tres, más pronto que tarde no aguanta ni Madrid.
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