![Desescalados](https://s1.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202005/07/media/cortadas/desecalada1-kscC-U110774321350oB-1248x770@El%20Norte.jpg)
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Aseguran los psicólogos que la mente humana necesita un periodo de cuarenta días para adquirir un hábito. La repetición de un acto es lo que determina que, al final, podamos incorporar como rutina lo que antes era un elemento ajeno a nuestra cotidianidad. Se adquiere ... el habito de estudio, de hacer ejercicio físico, de leer o de meditar. A estas alturas, los ciudadanos también hemos adquirido el hábito del confinamiento. Más de cincuenta días, uno detrás de otro, encerrados en nuestras casas han hecho que nos parezca normal tomar el pasillo por una avenida, la cocina por un bar, el cuarto de los niños como el aula de un colegio, o el salón como oficina. Al final, tenían razón nuestros mayores, somos animales de costumbres.
Ahora que nuestras mentes asumían que el estado natural del ser humano es el confinamiento, tenemos que aprender a pasar por un intrincado proceso bautizado por los semiólogos de la Moncloa como 'desescalada'. Y aquí estamos, como los alpinistas que tras subir a una montaña se ven en la irremediable tesitura de bajarla, un camino de retorno que en absoluto está exento de peligro. Mientras salimos al sol de mayo con un manual de instrucciones a mano, para no liarnos con la franja horaria que nos corresponde, asumimos, poco a poco, lo que los mismos semiólogos anteriormente citados dan en llamar «nueva normalidad», sin percatarse de que una normalidad alterada es una anormalidad y que se trata de un oxímoron, por muy eufónico que les parezca a los lingüistas del poder.
En este mundo raro que ahora se nos presenta, uno ya no sabe si cuando abran los bares, con todos los camareros con mascarillas y guantes, tendremos ganas de pedir una cerveza o nos parecerá que estamos en el quirófano para que nos operen de una hernia. Permaneceremos a dos metros unos de otros en los teatros, en los aviones, en las iglesias y en las aulas. La «distancia social», otro sintagma erróneo porque esto no hace referencia a pobres o ricos, será la nueva medida de nuestra existencia, y, como todo ha cambiado, el Gobierno nos pide que usemos nuestro automóvil y que, en la medida de lo posible, nos abstengamos de utilizar el transporte publico. Ir al supermercado es casi un deporte de riesgo y para comprar la arandela para un grifo en la ferretería de siempre tenemos que pedir cita previa, como si fuéramos a un restaurante exclusivo de moda. Así estamos.
Dentro de otros cincuenta días todo esto nos parecerá normal, por mucho que nos cueste ahora planificar el próximo encuentro familiar en la terraza de una cafetería, ante la imposibilidad de hacerlo, todavía, en nuestra casa. Dentro de un domicilio particular quizá sintamos la tentación, muy humana por cierto, de achuchar a los pequeños o abrazar y besar a las personas que más queremos. Por eso las autoridades han determinado que las familias se vean en la calle, a la luz publica, donde puedan ser sometidas al escrutinio de las fuerzas de seguridad o de la llamada policía de los balcones, esos personajes con alma de delatores, que son más temibles que la Stasi. Así que vamos asumiendo la dictadura de la alterada normalidad con resignación de estoicos, al tiempo que tratamos de entender el damero maldito de las fases «desescalantes». No sabemos si habrá vacaciones, si podremos ir a la playa o viajar fuera del limite de la provincia. Pero nos acostumbraremos y lo asumiremos resignadamente en cuarenta días. Es cuestión de tiempo.
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