Javier Muñoz

En descargo de los jóvenes

Ahí estaban para adscribirles la causa de la plaga que estábamos recibiendo por efecto de su inconsciencia. De no ser por ellos, no sé a quién le hubiéramos echado la culpa de todas las cosas

Chapu Apaolaza

Valladolid

Jueves, 24 de junio 2021, 07:08

Qué bella, aquella chica que salía de la tienda de Lacoste de Logroño saqueada. Delante de la luna rota dudaba entre si entrar o pasar de largo, pero finalmente se decidía a robar como tropezándose consigo misma y con su conciencia, y en general arruinándose ... la vida tanto y tan bien que en el silencio del salón ante la televisión dije en alto: «La generación mejor preparada de la historia». Cuando lo escribí, se enfadaron mucho conmigo, pues es una característica del joven el ofenderse por lo que se piensa de ellos.

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Claro que los jóvenes tienen una opinión de ellos mismos en su conjunto, que es una cosa tan absurda como tener una opinión de los viejos en su conjunto. Pero los jóvenes nos venían tan bien como coartada que no podíamos resistirnos a restregarnos unos clichés. En pandemia fueron un regalo de los Dioses. Ahí estaban para adscribirles la causa de la plaga que estábamos recibiendo por efecto de su inconsciencia. De no ser por ellos, no sé a quién le hubiéramos echado la culpa de todas las cosas.

Desde aquel mes de marzo vivimos una moralización constante y una matraca insufrible acerca de esto y de aquello y en general de todas las cosas que hacemos mal y que justifican lo que nos pasa. En este esquema, los jóvenes han sido el perfecto chivo expiatorio, pues se les adscribió un carácter despreocupado por el que no les importa un pimiento muerte de su padre, ya no digo del tuyo. Se deslizaba a cada poco que lo único que mueve su voluntad es tirarse unos selfies y arrimar la cebolleta. Con qué facilidad nos hemos tragado -yo el primero-, el estereotipo del chaval que sale, se contagia, mata al abuelo y se parte de risa, el tipo que con media botella de licor de melocotón -o peor, fumándose un peta-, se daba a esa especie de 'balconing' vírico en el que ponía en riesgo a su abuela que siempre imaginábamos asmática.

Tenía uno que hacer esfuerzos para no correr a gorrazos a los zagales del skatepark que se sentaban a la anochecida con el pitillo, la gorra, el rap, la piba y la sonrisilla como de ver cómo el mundo salta por los aires y que a ti te importe una mierda. Los mayores decíamos «mira qué horror», y pasábamos por delante mirando al biés camino de la terraza donde tomábamos con los amigos la cerveza y la tapita alrededor de una mesa en la que hacíamos exactamente lo mismo que ellos, pero con una cuenta de veinte respetables pavos por cabeza. Si te cobraban, no contagiaba.

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Raúl del Pozo advirtió cuando los disturbios y lo de aquella chica del Lacoste que los chavales estaban enfadados porque llevaban un año sin mojar el pincel. Hoy hemos sabido que la pandemia y las restricciones y el encierro que conllevaba han supuesto en su tramo de edad muchos más casos de ansiedad, depresiones, trastornos alimentarios e intentos de suicidio, muchos de ellos llevados a cabo con perfecta ejecución. En aquellos días, ese empeño suyo de vivir la vida nos parecía despreciable. Nos equivocamos.

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