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Hace algunos años tuve la oportunidad de dirigir un proyecto nacional I+D acerca de los «retornados literales» al campo. Aún no se había puesto de moda hablar del tema de la España vaciada (sobre el que cualquiera, ahora, escribe o da conferencias); ni había explotado ... el fenómeno de los neorrurales invadiendo los pueblos que tuvo lugar con –y tras– la pandemia. Nuestra hipótesis era que, si se incentivaba, dotando de los servicios necesarios (y cada vez más similares a los de la ciudad), a las áreas que estaban siendo abandonadas, la todavía mínima «contratendencia» –ya apreciada en pasadas décadas– de gente que vuelve, en vez de gente que se va, podría incrementarse en adelante. Íbamos contracorriente y éramos más bien utópicos en nuestras pretensiones, porque a principios de este siglo proliferaban en los partidos políticos las voces que proponían sin reparo «optimizar» o concentrar servicios y «cerrar pueblos».
No me detendré en el resultado de aquella investigación, pero sí en una respuesta común a los entrevistados –durante nuestro trabajo de campo en pequeñas poblaciones de las provincias de León, Ávila y Valladolid– que me llamó especialmente la atención: «Sabíamos que volveríamos a morir aquí –solían decir–, porque es donde están enterrados nuestros muertos». Tal tipo de contestación venía a poner de manifiesto que la comunidad en este tipo de pueblos castellanos y leoneses se compone –en el imaginario de quienes proceden de ellos– tanto de los que están como de los que no están; de los ausentes (muchos e incluso demasiados) que se vieron obligados a emigrar, y de los desaparecidos. Todos forman parte de un mismo conjunto, el de vecinos que comparten un territorio, unos conocimientos de este o de quienes lo habitan y –en definitiva– una cultura.
Cosa que los neorrurales arribados al medio rural con su individualismo ciudadano a cuestas nunca entenderán. Y es que en los pueblos «se entierra» de otra manera; se acostumbra a sepultar a los fallecidos con otra calma, otra serenidad, otro estado de ánimo: constatándose, con la presencia de todos por un largo rato junto a la tumba, que el muerto jamás va a estar solo, que sigue siendo miembro de la comunidad. Parafraseando el verso becqueriano, ¡qué solos se quedan los muertos de ciudad! Donde el personal pasa casi corriendo por los tanatorios; saluda y se va; o, luego, se queda en el cementerio el tiempo justo para que caiga y encaje la lápida de la fosa sobre el ataúd; pareciendo que se huyera de los posibles fantasmas, pues ya no se regresa por allí hasta el próximo día de los Santos en que –muchas veces– se arroja, más que deposita, un ramo de flores encima del nombre de los finados.
Recientemente, asistí al entierro de un viejo amigo, en el cementerio del pueblo donde vivo y al que llegué de muy niño. Julio había cumplido 91 años y murió sin excesivos sufrimientos de última hora, por lo que los presentes convinimos que su vida fue buena y la muerte a su tiempo: «pasó al otro lado». Lloros hubo, porque era muy querido, pero no de desconsuelo. Pena también, aunque nada semejante a la desesperanza o la tristeza irremediable. Se paró su corazón, tras haber sentido mucho y haber ayudado en lo que pudo a los demás. Es todo.
Sin campanas sonando. Ni negros cortejos. Esa tarde no llegó a llover «con su son eterno». Salí con otro amigo del camposanto y fuimos paseando tranquilamente hasta el pueblo. Como dice el poeta: «La noche se entraba, / reinaba el silencio; / perdido en las sombras, / medité un momento»: que no importa tanto si «vuelve el polvo al polvo» o «el alma al cielo»; «si todo es vil materia»; que lo principal es haber vivido y amado plenamente y tener quien te recuerde; que, como ocurre en este pueblo –entre otros muchos–, la gente te visite sin pesar ni miedo y coloque unas flores frescas en tu memoria. Como se visita a un amigo por la tarde. Sin prisas.
Cuando el último en partir cerró la puerta, sepulturas y cipreses quedaron recogidos y mudos en su isla de muertos. Como un paraíso intemporal y completo: lleno de recuerdos. Dejé el cementerio sin inquietud, con una honda sensación de paz.
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