Dos de mis mejores amigos trabajan desde hace mucho tiempo como sanitarios en una residencia de ancianos. Con ellos comenté en su momento lo que significó para asilados y cuidadores la primera oleada de la pandemia, que ambos calificaron de catástrofe sin paliativos. Allá ... por el mes de abril, uno de estos establecimientos de Valladolid abrió los telediarios nacionales horrorizándonos a todos con el número de fallecidos y, lo que parece más grave, el abandono al que habían estado sometidos los abuelos que residían en esa casa del terror. Tras la congoja de ver a los militares de la UME desinfectando ese y otros recintos similares y a los coches funerarios yendo y viniendo del asilo a la morgue, creí sinceramente que las durísimas escenas no se repetirían nunca más. Estaba equivocado.
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Lejos de mejorar, la segunda oleada está trayendo más dolor a los que están fuera y más incertidumbre y miedo a quienes siguen dentro. Aunque parezca mentira, no parece que hayamos aprendido cómo proteger a todos esos yayos aterrados y más solos que la una. Pero ni los que vemos los toros desde la barrera somos capaces de controlar las emociones, ni las autoridades sanitarias han hecho gran cosa para evitar este nuevo desastre. Eso sí: promesas no han faltado. A pesar de que llevo escritos varios miles de comentarios (lo que debería haberme curtido), confieso que este es uno de los más tristes de mi vida.
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