Fiesta de despedida del bar La Luna en julio de 2017. H. Sastre
Óxidos y Vallisoletanías

Desapareció La Luna

Eso era La Luna, un punto de encuentro plural, abierto y tremendamente tolerante. Ahora un lugar así sería inviable

José F. Peláez

Valladolid

Viernes, 7 de junio 2024, 06:26

Estaba Chema Nieto en la esquina de la calle Mantería con la plaza de la Cruz Verde, a la altura de la sucursal de banco que han abierto bajo los pisos nuevos. Aunque no se lo he preguntado, doy por hecho que venía de comprar ... el periódico. Porque Nieto compra el periódico todos los días. Alguna vez le he dicho que se suscriba, que es más cómodo que te lo dejen en el buzón de casa, pero me dice que no, que prefiere obligarse a salir cada mañana, tomar el pulso a la ciudad, mirar a la gente a la cara y hablar con el quiosquero. Si no lo hace corre el riesgo de aislarse en esa torre de Montaigne que algún día habremos de convertir en casa-museo, en lugar de peregrinación y romería o, mejor aún, en bar. La cosa es que en ese lugar exacto se le apareció un anciano que se le quedó mirando y le dijo seriamente: «La luna desapareció. Desapareció la luna». En realidad, el señor, sin desearlo, había formulado un quiasmo muy lorquiano, pero Nieto pensó que se acababa de abrir el sexto sello y entrábamos de lleno en el apocalipsis. Rápidamente se dio cuenta de que no se trataba de eso, el apocalipsis no puede llegar una mañana de primavera como si fuera el camión de las cerezas. Así que aquel señor no era un heraldo negro anticipando el fin de los tiempos sino un vecino que simplemente echaba de menos el bar La Luna, situado allí hasta hace casi siete años.

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Un tanto decepcionado porque San Andrés no fuera la Nueva Jerusalén me llamó para contármelo. Me indigné un poco, todo hay que decirlo. Siempre había tenido sospechas de que San Andrés podría ser el Edén restaurado y veía que, por fin, la cosa se podría confirmar y me pillaba dentro. Pero, sobre todo, me indigné conmigo mismo por no haber hablado nunca de La Luna, que era la entrada oficial al barrio, una especie de puerta que conectaba varias dimensiones, no todas reales y mucho menos deseables. Allí había un ambiente especial, variopinto, incluso decadente. La Luna era un bar lumpen. Yo reconozco que el lumpen me puede, me atrae de modo magnético. Quizá ahora algo menos, es cierto, pero es que ya no hay lumpen como el de antes. Antes el lumpen era algo puro, a medio camino entre la Cultura y la indigencia, entre el malditismo y la naturalidad y, sobre todo, entre la alegría y la tristeza. Eso era La Luna, un punto de encuentro plural, abierto y tremendamente tolerante. Ahora un lugar así sería inviable porque hemos cambiado la verdad por su folklore, la Cultura por el parque de atracciones y el estilo por el disfraz. Y, sobre todo, porque la tolerancia se ha vuelto intolerante, mojigata y tremendamente sectaria. Por eso, en cuanto nos dimos cuenta tuvimos que cambiar de bando para poder seguir en el mismo sitio.

Por entonces las cosas eran diferentes. Allí me sentaba yo en esa barra de madera curva en la que pedía una de esas jarras de cerveza mientras leía el periódico o charlaba con un amigo mientras comíamos cacahuetes compulsivamente y Arturo, Vicky o Dioni miraban a través de esa ventana por la que entraba una luz diferente, una luz especial con un toque sureño y despreocupado. A veces, mirándolos, podría parecer que tras la ventana estaba el mar, el mar en Cádiz. O la Plaza de Tirso de Molina de Madrid. O la Alameda de Hércules de Sevilla. Porque La Luna era un bar de izquierdas, para entendernos. Como lo éramos todos por entonces, todo sea dicho. Por allí pasaban todas las reivindicaciones posibles e imposibles y lo mismo te encontrabas con un cartel a favor del hachís que otro a favor de un centro de salud; uno a favor del pacifismo y otro a favor de la lucha armada en Palestina. Daba igual la coherencia, eso era solamente un bar, nadie te daba la turra. Todo el que quería entraba y ponía carteles de sus grupos de teatro, sus exposiciones y sus conciertos. Sobre todo, sus conciertos. No es que allí hubiera música en vivo, que también, sino que La Luna era el punto de venta oficial de entradas para todos los conciertos de Valladolid, lo que atraía allí a todos los amantes de la música en directo, que son la gente más interesante y divertida de cualquier ciudad. Tenían todos los tacos allí, en un mueble detrás de la barra. Y eso les permitía a ellos y a nosotros mantener un control total de la escena musical de la ciudad. Así que, para una cosa o para otra, por allí pasábamos muy a menudo para comprar una entrada para lo que fuera y, de paso, para tomarte una caña, que era el gasto de comisiones de entonces. No sé si era necesariamente un gasto menor que el de ahora. Pero, definitivamente, era más justo. Y mucho más divertido.

Con algunos matices, pero en la misma línea conceptual, al lado de La Luna, en José María Lacort, teníamos el Lisboa. Y un poco más allá La Curva, lugar que trabajé más y con un poso literario enorme. Los tres bares formaban una muralla que dejaba claro que San Andrés era otra cosa y que el visitante se estaba adentrando en un territorio diferente, en una especie de Vaticano dentro de Roma. Porque, aunque al lector más joven le cueste entenderlo, hubo un tiempo en el que San Andrés fue una zona de fiesta muy divertida: La Cabañita, con ese olor a chigre asturiano; el Hong Kong, con sus futbolines; la Casa de la Cerveza y esas mesas corridas, la Playa de Juan Birra, la Chupitería. Y la cervecería de Chileno al lado de la tasca de Domi o de La Pampa, donde a la mínima nos ventilábamos media ración de morro y una frasca de clarete escuchando los ecos de Manolo de Vega, fastuoso cantaor vecino de este mismo barrio en el que, por cierto, Delibes situó 'Aun es de día'.

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Y tres cines, oigan: en Panaderos el Capitol –que yo no conocí–, en Labradores el Goya –del que no me acuerdo– y en Mantería el Cinema Lafuente, posteriormente Sala X y, por último, cine Mantería, que ahí sigue, cerrado para mi desesperación porque creo que sería un lugar fantástico para conciertos. Y la sala Radiola, claro, que nos vio poner punto y final a noches legendarias entre música fantástica. En fin, que mi barrio, hoy un remanso de silencio y despoblación, tuvo en otros tiempos mucha vida y mucho carácter. No queda ya nada de ese tipo de lugares un poco underground en los que encontrar a gente con tus inquietudes y tus aficiones. Salvo excepciones, el Whatsapp ha desplazado al bar como punto de encuentro. Antes los bares no eran lo que el dueño tenía planeado; los hosteleros que saben te dicen que llega un momento en el que el local cobra vida propia y se convierte en algo en manos de la gente, que es quien los forma un ambiente. Eso se acabó. La polarización no es culpa de los políticos, sino de que en los bares ya no se habla, no se escucha y no se lee. Ya lo dijo el anciano, señalando aquella esquina: «La luna despareció. Desapareció la luna». Si yo fuera Nieto le habría respondido: «Y seguimos mirando el dedo».

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