Desamparo y perdón
FUERA DE CAMPO ·
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«Los síntomas de la decadencia de Occidente se multiplican por doquier»Los de la vieja escuela no nos arrodillamos más que ante Dios, o ante nuestra dama, y no banalizamos con algo tan serio como el ... arrepentimiento. Quizás por ello, contemplamos con sorpresa y estupor los excesos de exhibicionismo emocional que nos llegan al amparo de la polémica suscitada por el asesinato policial del ciudadano negro George Floyd, en Minneapolis.
Los síntomas de la decadencia de Occidente se multiplican por doquier, y este suceso nos proporciona una buena ocasión para detectarlos. Por un lado, la tolerancia social hacia el brutal vandalismo y salvajismo que desde el principio han acompañado las protestas. De otro, las ceremonias de auto flagelación pública de tantos que aceptan culpas que no les corresponden, como si los individuos no tuvieran suficiente con sus propios pecados y debieran cargar también con los de su raza o grupo. Y, últimamente, y como provisional colofón, la ensoñación naif de que la solución a un mundo en llamas pasa por suprimir las fuerzas del orden. Quienes, por cierto, también en España han sido objeto de deslegitimación por parte del Gobierno (presidente Sánchez y vicepresidente Iglesias incluidos) con insinuaciones de 'golpismo' o 'juego sucio' luego matizadas.
Pero lo más turbador es la banalización de dos cuestiones tan serias como el arrepentimiento y el perdón, que han pasado a formar parte del gran show de la frivolidad contemporánea, Operación Triunfo mediante. Pedir perdón con sinceridad es probablemente el acto más difícil y doloroso que existe, porque se basa en el reconocimiento de una falta propia real que ha causado daño a una persona concreta. Quien pide perdón se pone a merced del otro, se desguarnece. De ahí que el vértigo acompaña siempre a esta experiencia, y de ahí también que haya pocas vivencias tan transformadoras como ser perdonado. Pero todo esto queda reducido a exhibicionismo emocional cuando la conciencia de la falta propia y la desnudez ante la víctima son sustituidos por el simulacro de la culpa colectiva y la publicidad.
Aunque, bien mirado, quizás haya una dimensión positiva en este fenómeno, oculta tras el trampantojo con el que nos llega. Y es que, detrás de las muestras más sinceras de arrepentimiento público que hemos visto, quizás lata de fondo un malestar no necesariamente vinculado con el racismo. A lo mejor debemos verlas como indicios del fracaso del gran sueño autorreferencial de la modernidad: el del hombre creado a sí mismo, sin más límite que su voluntad. Quizás son sólo hombres y mujeres que han descubierto un desamparo que no figuraba en el guión, y que canalizan de un modo inesperado y perturbador.
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