La democracia parlamentaria occidental, la que disfrutamos en España y en los países de nuestro entorno, basada en la separación de poderes y en el sufragio universal, directo y secreto, es indiscutiblemente, como aseguró Churchill con su inconfundible ironía, «el peor de todos los sistemas ... políticos a excepción de todos los demás».
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Ello no obstante, ciertos fracasos inadmisibles, que no derruyen nuestros sistemas pero que los deterioran y degradan, generan especulaciones sobre transformaciones y reformas que habrían de mejorar lo actual. De momento, la crítica a la democracia parlamentaria o semidirecta -aquella en que los ciudadanos eligen a sus representantes para depositar en ellos la soberanía y delegarles la acción pública- proviene generalmente de los partidarios de la democracia directa, asamblearia, en que han de ser todos los miembros de la colectividad los que gestionen la soberanía, por ejemplo mediante las simbólicas votaciones a mano alzada. La democracia asamblearia es engorrosa, manipulable, insegura, pero tiene elementos muy aprovechables como la institución del referéndum. No para usarlo indiscriminadamente -la mayoría de las cuestiones que se debaten en un parlamento no pueden compendiarse en un binomio ni resumirse por tanto en una confrontación entre el sí y el no- sino para convertirlo en elemento de gobernanza, como hacen los suizos para resolver conflictos controvertidos que además no suelen tener una significación ideológica muy marcada.
Últimamente, la crítica política ha entrado sin embargo en otros parajes interesantes: al borde de la utopía, se proponen métodos de gobernanza que orillan el parlamentarismo, esto es, los sistemas de partidos y su confrontación electoral, que, a juicio de los críticos, tan solo da entrada y cabida a las elites en la ceremonia pública y nos conduce a situaciones inquietantes. La toma del congreso estadounidense a instancias de Trump el pasado día de Reyes, una expansión vandálica que no ha generado las responsabilidades que cabía imaginar, muestra la fragilidad de la democracia cuando los derrotados en unas elecciones no aceptan el resultado de las urnas. Y en España, aunque a menor nivel, el bloqueo de la elección de las instituciones constitucionales porque la minoría no acepta arbitrariamente la legitimidad de la mayoría, nos conduce a una situación en cierto modo análoga.
Hélène Landemore, profesora de teoría política en la Universidad de Yale, acaba de publicar 'Open Democracy', un ensayo en que propone un nuevo modelo de lo que llama «democracia abierta», un esquema que relativiza dos instituciones democrático-liberales que generalmente se dan por sentadas: las elecciones y los partidos políticos. Landemore cree que es incorrecto asumir que la forma de «democracia representativa» construida en el siglo XVIII es la única forma de realizar el «poder del pueblo» en el mundo moderno. En su opinión, ese modelo no hace más que convencer a los ciudadanos de que les conviene acceder a las decisiones de las élites. Su propuesta complementaría, o incluso reemplazaría, los parlamentos electos por «miniasambleas abiertas», seleccionadas al azar, por sorteo, y que en la jerga de los politólogos se denominan también «cámaras de clasificación o lottocracias», que podrían contar entre 150 y 1.000 ciudadanos y permitirían a las personas seleccionadas ejercer el poder directamente. Tales plataformas estarían conectadas con la sociedad en general a través de «plataformas de crowdsourcing» y «foros deliberativos» adicionales.
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Landemore es consciente de que su modelo es todavía una utopía improbable, pero tiene razón cuando sugiere que tales instituciones fiadas al azar podrían ser útiles complementos de la democracia parlamentaria. Por ejemplo, cuando hay conflictos de interés que afectan a los parlamentarios (cuando se debaten sus salarios, por ejemplo), o cuando el parlamento tiene que designar a crgos institucionales teóricamente neutrales.
Landemore cree que las carencias y déficit que aquejan a las democracias hoy en día son una característica estructural del sistema, no un error. El problema real no es la globalización, las guerras culturales impulsadas por los medios o cualquier otra explicación que ofrezca la sabiduría convencional actual: es que hay una falla de diseño en cualquier sistema de democracia electoral basado en la competencia partidista. Tales arreglos son intencionalmente elitistas; están destinados a mantener a la gente común fuera de la ceremonia, incluso literalmente (Landemore señala que se supone que los edificios del parlamento deben parecer intimidantes).
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La propuesta no es de aplicación inmediata, obviamente, pero sirve, cuando menos, para demostrar que la democracia parlamentaria no es imposible de reformar/mejorar. Y algún día deberemos abandonar la sacralización de las viejas constituciones para incluir más racionalidad en las cartas políticas de las grandes democracias.
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