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Llegadas estas fechas uno se da cuenta de que antes vivíamos de la ilusión, del belén, de aquellas guirnaldas, de los tebeos que olían a tebeo y del turrón 1880, cuyo eslogan rezaba que era el más caro del mundo, lo cual era como ponerle ... un pedigrí a las fiestas. Porque la Navidad, en España, no es que se haya deteriorado, sino que ya no es lo que era, como si estos días solo se celebrase el jolgorio sin saberse por qué, ni cuándo, ni cómo: que de eso se trata al final. La Navidad, la blanca Navidad de villancico que escuchábamos todo el día en el casete mientras colgábamos los adornos y Torrebruno y Teresa Rabal cantaban por la tele, era una cosa que había en el país y que se daba con el espíritu, naturalmente, como el frío del invierno, la familia Ulises, la esperada cesta –milagrosa cornucopia–, la nieve cuajada del Campo Grande, las multicolores frutas de Aragón, el pavero con sus pavos, el aroma a mercado, el Gordo de la Lotería y El Norte de Castilla, que era (es) el salvavidas informativo. Había Navidad y todo estaba perfecto.
Nos gustaba la Navidad de antes; ahora, con esta peste y el personal embozado, no se nota tanto, por más que se engalanen con luminaria patrocinada los ayuntamientos, porque antaño relucía de otra manera, no sé si me explico. Hay colegas que le felicitan «las fiestas» a uno, como Sánchez y otros, por aquello de ir a la moda y no ofender a nadie, ateos, renegados y medio pensionistas. Pero algunos creemos que lo verdaderamente progresista es armar el belén, y si es viviente y a la castellana, mejor. Los de entonces siempre creíamos que la Navidad y la Nochevieja se daban en España de por sí, como se da el político en el Hemiciclo y el gitano en el tablao. Ahora resulta que hay que mantenerlas, porque si no en seguida sale el 'enterao' de turno y nos dice que es un bulo. Y por ahí sí que no.
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