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Hubo un tiempo en que Cataluña fue locomotora de España. Jordi Pujol -quien cumple noventa años este próximo mes de junio-, un personaje singular de indiscutible talla política, consumió veintitrés años en la construcción de una 'nación' confeccionada a su imagen y semejanza, en parte ... con los mimbres tradicionales y verídicos -Cataluña ha sido un territorio singular, diferenciado, con lengua y literatura propias, con la madurez que aporta estar en una vital encrucijada de caminos europeos, y en el borde de un mar que ha bañado las grandes culturas desde la antigüedad-, en parte con elementos puramente inventados -ha habido que hacer incluso la construcción imaginativa de una parte de la historia-, y en parte, al fin, decayendo en los vicios pusilánimes de los que alerta Ortega cuando habla de las virtudes magnánimas de los grandes hombres al escribir su célebre biografía de MIrabeau. Pujol fue un estadista, jamás mostro la menor apetencia personal por el dinero ni hizo alarde alguno de avaricia, pero fue incapaz de reprimir el intolerable comportamiento de su familia y de su clase burguesa, que en su torno, se agolparon para rapiñar cuanto pudieron.
Como en aquel 'día en que se jodió el Perú' que Vargas Llosa describe en su Conversación en la Catedral, también hubo un día en que se jodió Cataluña. La delicada sucesión de Pujol se intentó resolver mediante la entronización de Artur Mas, con el ánimo de mantener el statu quo (sistemáticamente, el PSC ganaba el Ayuntamiento de Barcelona en tanto CiU seguía al frente de la Generalitat) pero no se vio venir que los errores del gobierno central darían alas a Esquerra Republicana, que se convertiría en un partido importante, claramente independentista, que terminaría arrastrando a CiU a los parajes del soberanismo.
La compleja formación del tripartito y lo desnortado de su ejecutoria, con la elaboración de un estatuto de autonomía imposible, acabó de degradar la política catalana, que, ya en manos de Artur Mas desde diciembre de 2010 (gracias a la abstención del PSC), experimentó en propia carne los efectos de la gran crisis económica general. El 15-M (de 2011) estalló en toda España, pero en Cataluña adquirió matices particularmente virulentos y dramáticos: el 15 de junio de 2011, la ciudadanía rodeó el Parlament y el gobierno de la Generalitat tuvo que utilizar un helicóptero para salir del cerco, tras haber recibido toda clase de invectivas. Ese día, probablemente, se jodió Cataluña, que ya emprendería una carrera desenfrenada hacia el soberanismo. El templado Mas recitó al clásico: «puesto que me siguen, me pondré a su cabeza», y para eludir el desprestigio creciente como hombre del sistema, encabezó la ruptura.
El resto de los acontecimientos es bien conocido, y tan solo conviene recordar que a partir de aquel momento, Cataluña dejó de ser gestionada. Las comunidades autónomas no poseen poderes imaginarios sino al contrario: la pandemia nos ha permitido ver con claridad el papel eminente que desempeñan en el desarrollo y la prestación de los servicios públicos. Este pasado domingo, un reportaje de la prensa de Madrid se titulaba 'Cataluña: el bloqueo interminable', en el que, al hilo de la evidente dificultad que tienen ERC y los posconvergentes para pactar un nuevo gobierno, en el que pretenden ser decisivas la voluntad y la autoridad de Puigdemont, se recuerda que «la ausencia de la Generalitat en actos económicos es tan frecuente que ya no se la echa de menos»; que Cataluña no es locomotora de nada sino que va a remolque en la mayoría de los asuntos; que ha desaparecido de la Unión Europea, cuando en un tiempo encabezó muchas iniciativas de la llamada Europa de las regiones que pretende normalizar cierto grado de descentralización; que en el reciente debate de investidura, que ha resultado fallida para el republicano Aragonés, no se ha debatido un plan contra la covid, que mata diariamente a docenas de catalanes, sino que el escollo ha sido la ubicación del ridículo Consejo de la República que preside sin título alguno el prófugo Puigdemont. Habrá que pedir a los catalanes que se pongan en pie, como en aquella orteguiana llamada a la redención de las provincias que nos dejó en otro lugar Ortega y Gasset.
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