Desde que comenzó su vida política, dirigida a alcanzar la presidencia del Perú, Mario Vargas Llosa no pudo cumplir su firme propósito personal relacionado con la lectura: «No voy a dejar de leer ni de escribir siquiera un par de horas al día, aún si ... soy presidente». Él mismo lo reconoció varios años después en medio de la vorágine electoral: «No he podido hacer la lectura estudiosa de una hora diaria. Tenía la cabeza demasiado sumida en la tremenda tensión de cada día».

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Imagino que muchos lectores se verán reflejados a su manera en las reflexiones del premio Nobel de literatura, cuando se proponen leer más y no lo consiguen. Vargas Llosa dedicaba entonces dos momentos al día para la lectura: temprano, en la mañana, antes de salir a correr, cuando la quietud del ambiente le recordaba la era 'prepolítica' de su vida, y por las noches, en las que leía a los clásicos del Siglo de Oro, en especial a Góngora. A pesar de que la literatura era su profesión, no pudo cumplir en aquella época su firme deseo.

Durante años, he insistido, tanto como padre como profesor, a esos seres queridos que dependían de mí, sobre la importancia de la lectura y del valor de la literatura, no consiguiendo siempre el éxito deseado. Mi mensaje iba dirigido a que cualquier momento del día era apropiado para leer unas líneas, aunque solo fuera por unos breves instantes. Para animarlos a que adquirieran el hábito de la lectura, les decía y repetía que todos los días pasaran al menos una hoja a su libro, y al cabo del año habrían conseguido leer setecientas treinta páginas; es decir, uno, dos o, quizás, tres libros.

De tanto proclamar dicho mensaje, la naturaleza de los jóvenes y adolescentes sacó a relucir su atrevimiento, de ahí que me preguntaran si, además de antes de comer y antes de acostarse, era apropiado leer en el baño. No lo dudé. Les di mi asentimiento más firme, y con letras mayúsculas les dije: «Cualquier momento es digno para dedicarlo a la lectura». Al cabo del tiempo pude comprobar que alguno de ellos solo empleaba ese momento íntimo para dedicarlo a sus libros. Otros me confirmaron que, a base de leer dos o tres páginas diarias, se habían leído 'La isla del Tesoro' y 'Las aventuras de Tom Sawyer'.

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Fue entonces cuando dos de ellos, que eran hermanos, me propusieron que seleccionara treinta y tres libros para formar una pequeña biblioteca que pudiera instalarse en su cuarto de baño. No podía medir más de setenta centímetros lineales, pues era la medida máxima que admitía ese lugar tan recurrente. Acepté encantado su sugerencia, pero para asegurarme una acertada selección me dirigí en busca de ayuda a un renombrado escritor español muy apto para estas lides, en el convencimiento de que tal idea le pareciera un acierto. Le conté todo tal como se había producido: partí de la insistencia a mis alumnos de la bondad de la lectura, mi consejo de pasar cada día al menos una hoja al libro que estuvieran leyendo, y mi deseo de que utilizaran cualquier momento para dedicarlo a leer. Que había acordado con ellos conformar una biblioteca con treinta y tres libros seleccionados…Y finalmente le añadía que sería fundamental que esa biblioteca tuviera un nombre, el suyo, para darle realce y eficacia, porque quien leyera uno de esos libros estaría siguiendo las pautas de un gran escritor.

Pero no recibí respuesta alguna. Supuse que no quiso arriesgarse a que su selección fuera calificada como la biblioteca escatológica de él mismo, de ese gran escritor. Jamás desvelé ni di pista alguna de su identidad. Ante esta negativa, les propuse a mis alumnos que nosotros mismos elaboráramos esa selección de obras, sugiriendo cada uno tres libros. Y así lo hicimos. Los tres libros más votados fueron 'El Hobbit', 'Alicia en el país de las maravillas' y nuevamente apareció 'La Isla del Tesoro'. Yo, de rondón, situé en el puesto treinta y tres un libro que solo contaba con mi voto: 'Cartas a su hijo', de Lord Chesterfield. Cada uno se comprometió a aportar un libro. Y, de esa forma, armamos esa biblioteca que tanto nos sedujo a todos y que misteriosamente medía setenta centímetros lineales. Le dimos el nombre de «La pequeña biblioteca de los grandes escritores». En ese curso, alguno se leyó los treinta y tres libros.

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Veinte años después de este juego bibliográfico, me encontré en la calle con un alumno que me recordó aquellos tiempos, pero se quejaba de su falta de voluntad para leer, al menos, una hora al día. Me preguntó con verdadero interés qué podía hacer para conseguirlo. Yo había experimentado varias fórmulas para lograrlo, y la última que empleé resultó un éxito. Le dije: «Cuando la voluntad falla hay que acudir a algún elemento externo que nos controle o nos mida». Y le hablé de la solución del reloj de arena. «Cómprate uno de una hora, y cada vez que te dispongas a leer, ponlo en sentido vertical. Cuando dejes de leer, páralo, es decir, ponlo en sentido horizontal, y al final del día podrás comprobar si has cumplido tu propio compromiso o te has quedado a la mitad. El reloj de arena, con el tiempo se convertirá en tu compañero de viaje, al igual que los libros, y cada vez que la arena se vacíe desde lo alto parecerá que alguien te dijera: Hoy lo has logrado».

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