Últimamente, a Madrid sólo me trae el amor o los exámenes de la oposición. Cuatro o cinco veces al año. Desde la provincia más pequeña de España, uno puede dejarse caer en coche, en bus o en un tren renqueante que nace y muere aquí, ... en la Estación del Cañuelo tras saltar el río Golmayo por el viaducto de los suicidios. Es la única vía férrea que nos queda viva. Los viernes por la tarde, la gente del bar 'El Cielo Gira' suele salir a aplaudir a los viajeros que llegan, como reconocimiento festivo por su atrevimiento, mérito y tesón y como escusa para beberse la Mahou con algo más de alegría. En la estación de Almazán, preciosa y recogida a la sombra de un gran silo, el revisor aún saluda al maquinista con la gorrita, la chaquetita y los ademanes de viejo y cumplido ferroviario. En el resto de estaciones, el tren sólo para por cortesía.
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Los autobuses son un lugar extraño para viajar. La gente confunde el recogimiento de cuatro vidrios y una butaca con la legítima libertad e intimidad del salón de un hogar. Son una comedia variopinta de malos hábitos, de confianzas desbordadas e incivismos más o menos descarados: el autobusero con camisa de manga corta y olor a tabaco que escucha música en un pen rojo intermitente, los jóvenes adolescentes escuchando rap o trap a todo volumen con los cascos en la cabeza, los universitarios descalzos viendo Netflix, los latinoamericanos hablando a gritos en videollamada transoceánica, el de delante que reclina el asiento sin avisar, los abuelos roncando en hipnosis inducida o los extraños compañeros de asiento, horondos y hediondos con olor a congrio, que te confían indiscriminadamente su vida mientras desbordan lentamente sus carnes hacia tu minúsculo rincón. Los autobuses carecen, definitivamente, de la distinción heredada de los trenes renqueantes.
En el autobús, yo también participo de ese literario tipismo social, escudriñable y fácilmente etiquetable. Soy de los que pretenden infructuosamente mantenerse al margen leyendo y escribiendo con un lápiz en la oreja o en los repliegues de la camiseta, con la mirada perdida en la calva de algún horizonte o en el llanto de algún niño. La última vez, entre vistazo y vistazo al espectáculo, me leí con gusto y disimulo el poemario 'Las Horas Grises', del jovencísimo Luis Bravo, que tiene mucho de poeta y algo de soriano. Los vidrios curvos y tintados -ya han desaparecido las cortinillas aterciopeladas de teatro- dan al escenario de cerros y campos un filtro retro y ochentero, de cámara vieja o película nostálgica de 35 milímetros, muy acorde con todo esto. Las formas se suceden y se difuminan como en un charco roto y alborotado y todo toma una vida nueva y ajena, de luces y sombras, como si al pasar tan rápido las hojas del campo vieras nuevas formas dibujadas en el canto.
Aún con todo, si el viaje es esporádico, el trayecto de tres horas y 240 kilómetros es delicioso, para sentir deslizar la cinta de la Soria enjuta y seca de Machado, la Alcudia literaria de Cela y hasta el riberiego Jarama de Ferlosio, que queda cerca por un orillo. Hacia Guadalajara, pasado Medinaceli, empieza el tráfico de verdad (hasta entonces sólo había camiones, pueblerinos y algún madrileño) y llegan las célebres áreas de carretera con nombres simplones de kilómetro. ¿Para qué complicarse? Son nuestra gran seña de identidad. En el Área 103, gran imperio que la familia Rebollo de Almadrones ha forjado a base de gasolineras, áreas de servicio, casinos, talleres y grúas, siempre tienen torreznos y embutidos sorianos y un café dinamita servido en una vieja máquina cromada que podría hacer revivir cuatro veces al anciano que ronca en letargo. Siento deciros que si vais en bus, aquí no paran.
Llegando al gran balcón de Torija, aparecen casi por primera vez las primeras naves y almacenes. El tránsito es un poco brusco, con una fábrica abandonada e impostada de hormigón prefabricado. Al lado, han puesto placas. Pasada la ciudad de Guadalajara, después del Valle de Valdenoches, el picudo cerro de Carravieja, los prostíbulos de la Alcarria (hay uno que se anuncia con miel) y la famosa y sucia fábrica de Caolín, el viajero entra ya en otro país extraño del que no volverá a salir: bienvenidos a las afueras de Madrid. Las lindes de los cultivos y eriales pasan a ser carreteras, rotondas, solares y polígonos industriales. Las naves y empresas más variopintas se suceden, en un tránsito temporal y estacional ascendente que casi se siente, como el mismo madurar y agostar de los campos, que estaban verdes y en leche y ahora empiezan a amarillear. Uno sale de Guadalajara con naves viejas en alquiler, concesionarios, almacenes de muebles baratos, granjas de huevos y carnes, fábricas de cerveza y naves inmensas de logística para llegar a los outlets, cines, centros comerciales, pistas de padel indoor, campos de futbol, colegios Montessori y oficinas, sobre todo oficinas. Uno puede reconocer cuando se acerca a Madrid cuando aparece el cristal y cuando el río de asfalto se ensancha.
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En Madrid, el autobús deposita al viajero en el intercambiador de la avenida de América. Salió de Soria de una estación sin nombre y llega a Madrid en un rimbombante intercambiador multimodal de reminiscencias coloniales. La modernidad se respira. Los baños son insalubres. Los mendigos y perdidos duermen en bancos de acero. Los inmigrantes deambulan con sus coloridos bultos. Arriba, en la superficie, hay dos barrios buenos y otros dos regulares. Rememoro como un abuelo mi etapa universitaria en el coqueto y castizo barrio de Guindalera. Al fin y al cabo, madurar es ser conquistado progresivamente por el recuerdo: la oreja a la plancha de la cafetería azul y blanco, los locales malditos que no duraban más de un año, el quiosquero que asaltaba a los viandantes, la tienda/taller de cerámica, la moderna panadería de hogazas a cuatro euros, el local reconvertido en casa por un político minusválido, las marisquerías y las viejas tiendas de saneamientos y materiales de construcción. Hasta los bares del septuagenario Don Luciano de Tarancueña (Soria) y su hermana, sedes del sorianismo en Madrid, siguen ahí, igual que siempre.
Venir a Madrid desde provincias es siempre enormemente excitante para un intelecto curioso y algo despierto. Digan lo que digan, a Madrid hay que venir y no sólo al médico y a las rebajas. En provincias, a veces uno tiene miedo de quedarse sin historias vivas y aquí la vida sobra, rebosa y rebulle ajena a la sequía. Con mi pareja, alcahueta sensible y curiosa como el que esto escribe, he cogido la jubilada costumbre de salir a pasear sin rumbo, a mirar y comentar cogidos del brazo, entre codazo y codazo y miradas discretas de alerta, para no perdernos nada. Cuando uno va así, el destino es lo menos importante. Yo lo llamo turismo de gastronomía social o tapería social. No hay día que no descubra un nuevo tipo o disfraz social que hasta entonces no sabía que existía. A veces, muchas veces, paramos a repostar para seguir contemplando todo con la discreción única que te da una silla anclada en una terraza.
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Madrid es un buen lugar para detectar taras y modas que luego vendrán tardíamente a provincias con ínfulas cutres de modernidad. Siempre pasa, como la metamorfosis de los provincianos que se van y vuelven renovados, con aires de corte y de frágil superioridad. Es como si en la gran ciudad, por el anonimato y el burullo social, los humanos fuéramos más permeables a la tontería. Más tontos, en una palabra. Apunto las novedades que percibo y que luego vendrán. Madrid sigue siendo una de las mejores capitales de Europa y, lo que es más importante, capital castellana de España. ¿Qué narices se cree Ayuso que es Madrid? ¿Por qué nadie le para a esta mujer sus disparatados delirios federalistas? Si a las Castillas nuevas, viejas y manchegas no nos vaciase Madrid, sería otra ciudad peor y seguramente más fea y lejana la que lo haría. De eso no tengo ninguna duda. A pesar del vacío centrifugo de hombres y talentos, Madrid sigue siendo un orgullo para Castilla y León y España entera, a la que creo que le debemos mucho. Madrid sigue siendo un buen lugar al que viajar para escribir. Si es en tren y desde provincias, mejor.
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