Al viajero y escritor errante se le acaba el tiempo. Las tierras que sueña con recorrer a pie pronto se quedarán cojas y huecas, sin gente. Dentro de diez, veinte o treinta años a lo sumo, el que caiga por estas tierras como hoja seca, ... como matojo mecido por el cierzo, no tendrá intérpretes que le expliquen simple y llanamente lo que no conoce y ve. En el improbable caso de que marche a pie, hiriendo mil caminos perdidos, no encontrará a nadie que le salga al paso, como mucho algún turista o vagabundo errante como él. No habrá viejos a la solana con los que departir y charlar; pastores, labriegos u hortelanos con los que compartir miserias, tajadas o trozos de pan; mujeres a las que escuchar cantar en su eléctrico trajinar o solteros de bar profesional con los que beber mucho y jugar. Mucho menos habrá niños trasteando por las calles que miren y le pregunten tímidos al pasar o sacristanes perpetuos que le enseñen la iglesia como una capilla particular, con la retahíla de obras, milagros e historias de la virgencita románica que yace en el altar. (¿Habrá iglesias abiertas para aquel entonces?) No habrá, en fin, y esto será también un mal mayor, posadas y tabernas en las que yacer, yantar y beber el mismo vino que encharca la tierra y el nuevo viaje habrá de ser, por necesidad, un viaje de ver, andar y poco más.
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El viajero y escritor errante no ha conocido el campo que lee en los libros de caballerías que pueblan sus estanterías, esos que poco a poco le han ido metiendo en el cuerpo un ansia de vagabundear un tanto ilusa y quijotesca, casi casi demencial. Los libros descriptivos o realistas de la época de su abuelo han pasado a ser fantásticos o históricos en apenas cuarenta años. No ha nacido en una buena época para viajar, eso bien lo sabe, pero seguramente sea una de las últimas para hacerlo de verdad por el medio rural. Las tierras que pisa jamás volverán a estar tan repletas de vida, pero algo queda todavía, un minúsculo resquicio en el que rascar. Los pueblos podrían haber muerto de un infarto o de un accidente fulminante, de una bomba como las que ve caer en Ucrania, pero lo hacen de un cáncer lento y letal, sin cura por mucho placebo u homeopatía rural que le pretendan dar. Y esto es bueno y es malo, porque le permite conocer lo que aún les queda de vida, pero también su degeneración y sufrimiento. Al viajero le ha tocado el falso honor de dar la extrema unción, el viático, y luego presenciar el velatorio en su propio cuarto, junto al orinal debajo de la cama.
Pese a todo, el viajero y escritor errante mantiene casi siempre su buen temple y hasta se siente afortunado. ¿Cómo no? Tanta tontería no hubiera tenido cabida en otro tiempo. El viajero inquieto aún percibe cuando anda y viaja la gracia histórica de la diferencia, la sutil mimesis del hombre con su tierra y el pulso viejo, bronco y lastimero que late por igual en su pecho que en lo más hondo del cerro. El viajero ha tenido tiempo de asomarse y conocer las arrugas de su tierra cuando todavía está viva, trazando con sus pies el mapa de países o comarcas que la componen y que son, de esto da fe, la más exacta y casi única división territorial válida de Castilla y León y de España. El viajero, aún escucha y apunta los nombres que un día tuvo el campo e incluso es capaz de sacar el pueblo de su amigo por su acento o apellido. En su vagabundear, ha aprendido el porqué del ancho exacto de las galerías románicas, las diferencias de las churras castellanas y las sorianas u ojaladas, el número de dientes de una oveja chamarita de Tierras Altas y hasta a distinguir una majada o taina de un aprisco o corral. El viajero era y es un soberano ignorante.
En adelante, los futuros viajeros y escritores errantes habrán de acostumbrarse aún más que él a conversar con la soledad, la tristeza y la belleza únicamente natural (el viajero ya va curtiéndose en ella, antesala de la propia vida), a hablarle a la libreta de la ruina más de lo que deberían y a tener las alforjas y las baterías bien llenas, sino quieren morir de hambre, frío o soledad. El viajero lleva una cámara, por la insuficiencia de su pluma jasca y porque siempre viene bien llevar otro ojo de compañía, que habrá cosas que verá y pisará por última vez y se desharán en polvo poco tiempo después. Un perro puede venirle bien; a él le quitaron el que tenía arrendado. El viajero, ya ha visto por adelantado su sino y siente pavor por la homogeneidad y el vacío que la ruina y el olvido, o el progreso y el ladrillo, traerán. Todo lo asolará y enrasará en una sucesión informe de escombros terrosos o barriadas insulsas de casas de ciudad y pronto la ruina, la vieja verticalidad vencida, será lo único natural.
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Decía Delibes que un pueblo sin literatura es un pueblo muerto, pero una literatura sin pueblo no sé muy bien lo que será. La literatura o es popular o no lo es. Todo libro de viajes sin gente es como una tierra sin huéspedes, como una casa vacía; una media mitad, un ensayo maltrecho y amputado de su núcleo natural y vital, de su propia razón de ser. El siguiente nuevo libro de viajes, el posterior al último, será por necesidad un libro cojo y hueco, una suerte de género mixto, mitad ficción y mitad ensayo histórico personalísimo del autor; una especie de nuevo y mágico Pedro Páramo, pero sin Pedro y sólo con el páramo. El viajante tendrá que pecar de vana y falsa erudición (que no tiene), de historias leías o inventadas y hasta de geologías, ornitologías y fenologías para dar jugo a un futuro que ya encuentra demasiado seco, áspero y moribundo para leer. El viajero tendrá que inventarse su propia tierra, escribirla para los demás y cree que entonces lo encontrará tan triste que ni el más snob romanticismo lo salvará.
Miguel de Cervantes (el Quijote ya habla de unos yangüeses), Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Benito Pérez Galdós (gracias a él sabe cómo de miserable debió ser la vida de su bisabuela en el despoblado de Boñices), Azorín, Pío Baroja, los Hermanos Bécquer, Dionisio Ridruejo, Gerardo Diego, Julio Caro Baroja, Juan García Atienza, José Ortega y Gasset, Fermín Herrero, Josep María Espinas, Avelino Hernández, Jiménez Lozano y Miguel Delibes, entre otros muchos ilustres que todavía no yacen en su estantería, ya viajaron y escribieron de esta tierra. Casi nada. Los mejores libros ya están escritos y poco más se puede decir o hacer ya. El mérito o la sabiduría de uno es siempre la ignorancia de unos muchos. Cuando llegué el día, que llegará si Dios quiere que así sea, el último libro de viajes será falso y falaz por necesidad, ideal por su intrínseca condición de tal. Será un epitafio y un epítome, una crónica ideal de los recuerdos de viajes pasados y una reimpresión de lo apuntado, pero por lo menos será y consolará al intento culpable de viajero y escritor errante. Después, será tiempo de ensayar con el vacío e incluso con la gran ciudad y la verdad es que ya hay muchos vacíos puntuales en los que ensayar.
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