Vine a nacer en una pequeña ciudad aguas abajo de una ciudad muerta, en tierras altas donde nacen ríos y cañadas. Aquí todo se descuelga de los altos por inercia, todo parece presto a huir, a un partir huidizo y a un descender sin remedio. ... De las sierras y cerros que siembran el llano van huyendo rastreros un sinfín de regatos calmos y arroyuelos pobres, limpios e inocentes por jóvenes. Tan sólo el Duero parte algo más adulto por donde esta tierra se abre a la meseta, a Castilla. A su vera, desde los mismos altos y cuerdas, se escurren trochas y veredas que alimentan cañadas secas que un día debieron ser como anchurosos ríos pardos con sus noventa varas de ancho. A unos y a otros, han ido acompañando desde siempre los más de los hombres y mujeres de esta tierra y todos ellos, con su pisar y ahondar en triste compás de badajo y campanillo, han ido pelando y arañando lo que a esta tierra le falta, o no le sobra.
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Son estas tierras mías, tierras pobres y frías, pero generosas y desprendidas con otras tierras fronteras menos míseras. Nuestra riqueza es líquida, movible y etérea. Ríos y arroyos juguetean y corren jóvenes y raudos sin pararse a regar los frutales, huertas, viñedos y molinos que más adultos riegan. Los ríos y arroyos erosionan, hieren y ahondan la tierra cárdena y la piedra cenicienta, sin posar aquí el rico sedimento, la costra oscura, seca y terrosa de viejas heridas abiertas. Por los caminos de la lana que vertebraban esta tierra de norte a sur, se nos fue como barrida por el viento, como grano aventado en la era, lo más valioso que han dado estas sierras y que no producen ellas: la lana merina. La lana que creció densa y espesa en las lomas redondas de la Extremadura soriana -Soria Pura, Cabeza de Extremadura-, nieve parda o bardera al alba en día claro, abasteció de lana y vistió de paños a Castilla, España y Europa entera, haciendo ricos a nobles, nobles a ganaderos y trajinantes, pastores y carreteros a simples y pobres labriegos.
Hoy las sierras calvas y los cerros cenicientos de esta Soria vieja y marchita, están por siempre pardos y blancos de invernada; vacíos, tristes y oscuros. Cuando el trashumar milenario de ganados y el correr secular de carreteros, arrieros y trajinantes se agotó de viejo, la salida de estas gentes siguió siendo el mismo partir lejano, el mismo descender sin remedio que los cantos y guijos de los ríos y arroyuelos montanos. Por la misma fuerza que tira y empuja a todo lo alto a partir, a envejecer y a descender (y digo descender con toda la honda trascendencia que este verbo encierra), los hombres siempre encontraron tajos y barrancos por los que escurrirse y huir, huir hacia Sevilla, Cádiz, Barcelona o las Indias.
Y ahora, cuando el tiempo parece tornarse más benévolo y menos castigo, cuando el frío y la nieve son bienes que escasean y las condiciones de vida son dignas y ya no rozan la miseria tercermundista, cuando la durísima actividad del campo se automatiza y mecaniza y se dota a los pueblos de saneamiento, luz y asfalto, cuando hay coche, ordenador, televisión, móvil y lavadora, la mayor riqueza de esta tierra se sigue marchando, con la misma suerte de timidez altiva y con el mismo beneplácito sincero y sereno de esta tierra vieja. Nuestra altura y belleza esencial, primera, es don y condena que ya casi nadie aprecia.
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Las gentes de hoy, hijos de los que se quedaron encaramados en el cerro con la fortaleza del chaparro o la encina, siguen partiendo y descendiendo como lo hicieron sus padres y abuelos, pero el partir y descender de hoy es algo distinto: aquel partir era un partir cíclico y estacional, un ir para siempre volver, un partir acompasado con el frío y la nieve, con el verdor de los pastos de invierno y con el agostar tardío de las sierras; era, además y como digo e incido, un partir justificado y fundado en estrictas razones de necesidad, supervivencia y carestía. Una fuerza migratoria opuesta e inversa a la primera –al partir y descender-, supongo que pareja a la que lleva a las cigüeñas a volver cada año al campanario de la Iglesia de Santa María, les hacía ascender por las mismas cañadas y veredas que descendieron ellos y sus abuelos, para volver siempre y en las mismas fechas a sus minúsculos pueblos y aldeas. En la mayoría de pueblos de Castilla, las cigüeñas ya no parten y se quedan.
Yo hoy me pregunto, recurrente e insistentemente, si es la misma fuerza natural la que nos lleva a partir y descender, si es la misma sed justificada de progreso y bienestar y si es producto del ejercicio de la libertad fundada o es engaño inducido, tontería temporal y superficial. Me pregunto si la misma gracia espontánea, natural y popular de los pueblos y las comunidades pequeñas sigue moviendo el mundo, si las gentes que hoy se van son las mismas que ayer se fueron y si les mueven las mismas causas y anhelos. Me pregunto si algún día se quedará seca y yerma del todo esta tierra y si en nuestras mismas circunstancias actuales, nuestros padres y abuelos también se hubieran ido.
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