La boina ha sido y será, mientras quede el último valiente que la lleve, el símbolo por excelencia del viejo vestir castellano. Encabeza este artículo una fotografía de mi bisabuelo Víctor Navazo Llorente de Hontoria del Pinar (Burgos), pero podría haberlo hecho cualquier familiar coetáneo ... del lector que tiene a bien leer estas líneas. La fotografía, la única que tengo en color de mi bisabuelo, corresponde a una impagable serie de fotografías que hizo Miguel Álvarez de Eulate a principios de los años ochenta y que publicó en un breve libro de la historia de este pueblo carretero. Todos los hombres salvo uno aparecen de la misma guisa, con rostro duro y enjuto coronado por una solemne boina negra. Mi bisabuelo murió con la boina puesta a los 88 años, en el mismo pueblo en el que nació, creció y vivió hasta el último de sus días.
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La boina era nuestra particular corona negra, la tapa de fieltro del puchero o cocedero de ideas, con su rabillo corto apuntando al Sol, como un termómetro escacharrado. Nuestra boina – en realidad hay infinidad de boinas-, era más bien menuda y humilde, recogida, muy discreta y pegada a las carnes como masa chata de pan, sin los grandes vuelos y aleros de las presuntuosas txapelas de los vecinos vascos y navarros, que me recuerdan un poco al noble exceso de sus caseríos frente a los nuestros. El negro córvido y aterciopelado, nubarrón móvil de tormenta que acompañaba por igual al pastor que al obrero, le daba al conjunto un toque y una prestancia sacra y solemne, un poco procesional y hasta autóctona, como un perenne pajarillo más de esta tierra (casi todas las razas autóctonas de ganado castellano son negras, moras y negras). Sólo con el tiempo y el roce del sudor, este particular mechón negro se tornaba en un desteñido pálido y amarillento, como por imitación de los cabellos canos que cobijaba. Cuando llegaba la vejez, si llegaba, la boina se hacía acompañar de otro atributo místico que completaba el kit procesional: la gayata o cachava.
Hombres y mujeres han tenido siempre desde tiempo inmemorial la atávica y primitiva buena costumbre de cubrirse la cabeza: unos, que tienen el castigo divino de quedarse calvos -Dios me libre-, con sombreros, birretes, mitras, pelucas y hasta coronas (Cristo, la Virgen y los Santos se cubren con mística aureola o mandorla y los magistrados anglosajones con pelucas barrocas) y otras, siempre más sensibles y permeables al pudor y a la tirantez de la tradición, con pañuelo e incluso velo, a juego con la saya larga y el mandil. De todo este amplísimo muestrario histórico de prendas y complementos cubrecabezas, materializaciones más o menos nuevas de manías viejas, creo que la boina es la creación más refinada y elevada, la de mayor prestancia y elegancia involuntaria y, hasta la llegada de la beisbolera gorra americana, la más universal, popular y transversal, que diríamos hoy en neojerga moderna.
Las razones y los motivos de cubrirse la cabeza son múltiples y variados (prácticos, estéticos, médicos, etc.) y no es este lugar ni mucho menos pluma para perfilarlos, pero sí para rendir homenaje a una ausencia. Quien esto escribe echa en falta una romanticona y costumbrista oda a las boinas, una suerte de tratado historiográfico que revise con rigor histórico de archivero de provincias sus antecedentes más remotos y diversos (aparece en miniaturas del códice Speculum Virginum del Siglo XI que se conserva en el Rheinisches landes Museum de Bonny y en las Cantigas de Alfonso X el Sabio del Siglo XIII), sus influencias viejas y modernas, su papel en el arte y la literatura, sus tipos y subtipos, sus factorías y centros productores (como el pueblo burgalés de Pradoluengo), sus comercios y sombrererías (no había plaza sin ellos) o su exportación tardía a las Américas. De existir tal joya bibliográfica, yo no hubiera tenido la poca vergüenza de escribir esto.
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Los carlistas y luego los bohemios, artistas y escritores tomaron la boina en prenda y la elevaron al símbolo universal que de algún modo es hoy, a medio camino entre una moderna escritora parisina de veinticuatro años, un rancio comunero castellano de treintaisiete (de esos que van a Villalar con camiseta morada y bandera) y los últimos castellanos viejos que, como mi bisabuelo o mi vecino Máximo Crespo de noventa años, la siguen llevando sin saber muy bien el porqué -la clave de todo esto-. Mientras la boina iba y venía con las modas, hubo un tiempo en el que no se movió de la cabeza de nuestros padres, abuelos y bisabuelos y ese tiempo, de algún modo, llega ahora a su fin. Yo he intentado ponérmela, calármela a la antigua como lo hacía mi bisabuelo y he muerto de ridiculez en el intento. El contenido y el continente ya no es el mismo.
Hay costumbres atávicas que desaparecen, que dormitan profundamente hasta que despiertan más o menos idénticas y otras, las más, que lo hacen ocultas y disfrazadas, tanto que a veces nos cuesta verlas y reconocerlas. En estos tiempos que el hombre moderno ha hecho del vestir su principal medio de expresión -no sé si salimos muy bien parados- y que vemos desfiles de espantapájaros con gorros de lana en verano y gorras de verano en invierno, lo mismo en la calle, en la escuela o en el comedor de First Dates -de la grave afrenta de llevar gorra en invierno o en interiores sólo disculpo a los alopécicos precoces-, en esta época dorada de las viejas manías atávicas, imitamos antes a un rapero moro que al bisabuelo. Y quizás sea mejor así, por respeto y consideración a los castellanos viejos que eran nuestros padres, abuelos y bisabuelos.
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