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En los pueblos, casi todos tenemos dos nombres o dos maneras de nombrarnos: la oficial y de ciudad, la que aparece en el documento nacional de identidad y en los recibos domiciliados del banco, y la de verdad, la única válida de puertas para adentro. ... El documento nacional pierde identidad y validez (en realidad, casi todo lo que viene de muy arriba) y uno es alguien en relación con otro que vino antes y que suele tener su propio mote o apodo, su nombre popular. El profano que vuelve al pueblo debe conocer bien todo esto para que cuando la vecina le pregunté al célebre «¿y tú de quién eres?» no responda con lo primero y acierte con la clave de acceso: el nieto del Tío 'Platero' y la Tía 'Manca', que vivían ahí enfrente, donde los Guajas. Es muy probable que se alegre y te confirme que sois algo primos, que vuestras abuelas eran parientas.
Durante la pandemia, el ilustre cronista y compañero tesorero del pueblo, Don José Ángel Márquez Muñoz, se dedicó a investigar los libros de enterramientos del Ayuntamiento y las observaciones escritas de puño y letra por el enterrador, un buen hombre que sabía escribir de milagro y que la mayoría de las veces sólo conocía a los difuntos por su mote y así lo hacía constar en el papel. Este trabajo le permitió sacar una lista de más de 100 apodos moribundos y en trance irremediable de desaparición: 'Manta' y su hijo 'Mantilla', 'Barbasagrias', 'Moñoalegre', 'El Señorita', 'Pochete', 'Cletos', 'Grandona', 'Coscurros', 'Pitolán', 'Chola', 'Inglés', 'Tijera', 'Blusas', 'Canículas', 'Mollejas', 'Peluca', 'Cualquieras', 'Malojos', 'Gañán', 'Blanquillo' y un larguísimo etcétera que de vez en cuando sale a relucir en el café del funcionario. Algunos pocos todavía se mantienen en la memoria colectiva del pueblo.
Los motes o apodos nos suelen venir por sangre o herencia o por sagrado bautismo popular, inaugurando así la cúspide de la saga familiar. Todo un honor. Cuando el apodo es heredado, es frecuente y recurrente el uso del diminutivo para la siguiente generación (el 'Vaquilla') o el plural para referirse a la totalidad del clan familiar (los 'Topos'). Cuando el apodo es algo antiguo, casi siempre lleva el 'Tío' o Tía»' delante y el mote es el apellido propiamente dicho. En Soria, además de todo lo anterior, casi todos los nombres propios y los propios motes llevan el artículo el/la delante, lo que es una manifiesta falta de ortografía, pero da a los nombres un marcado cariz cercano y popular, casi casi familiar. No es lo mismo 'David', que 'el David'; ni 'Moriche', que 'el Tío Moriche' (mi tatarabuelo de Ituero).
En la génesis y etimología del apodo intervienen causas y factores muy diversos, pero fácilmente escudriñables: un atributo o defecto físico (el Tío 'Patas' que estaba cojo y tenía pata de palo o el 'Tartaja' que era tartamudo); el nombre o apellido de un antecedente («Las Pelayas» que eran hijas del Pelayo); su lugar de origen o procedencia (el 'Zamorano' que vino de Zamora a montar una carnicería); la profesión (el Tío 'Abogado' o el Tío 'Caminero'); un rasgo típico de su vestir (el Tío 'Fajas' que era tratante y llevaba la faja a diario o los 'Chalecos', señoritos muy bien vestidos de mi pueblo); una anécdota o un hecho histórico (el 'Nanis' que de niño no sabía decir otra cosa o el Tío 'Nadie' que murió solo comido por las ratas y nadie fue al entierro). Otros motes son más difíciles de filiar, como el del Tío 'Churelele'.
Por su ámbito o círculo de conocimiento, los motes pueden clasificarse en universales o de conocimiento general y cerrados o de conocimiento restringido, sólo conocidos por una comunidad pequeña que guarda el mote en relativo secreto. Mi abuelo era experto en estos últimos (la 'Comadreja', la 'Chicharro', la 'Campanera' o el 'Simpático') y más de una vez los nietos metimos la pata por no conocer lo restringido del apodo. Si vierais bajar a la 'Campanera' y su imponente delantera por la cuesta del pueblo… Para que el mote sea tal, debe ser utilizado de manera recurrente por al menos un par de personas además del propio autor, que le reconocen con su uso el mérito y el acierto, lo vacían de propiedad intelectual y lo hacen patrimonio propio de la comunidad. Las dos clases anteriores son motes propiamente dichos, pero los verdaderos son los primeros, que son utilizados y reconocidos por el propio nombrado, que los bendice y los oficializa y se los lleva consigo. Esto es lo verdaderamente mágico del apodo y lo que le diferencia, por ejemplo, del mero insulto.
Es altamente probable que los primeros nombres fueran en sí mismos apodos y que sólo el tiempo, la reiteración y la costumbre los hicieran desprenderse de su prístino carácter apodíctico. Lo mismo puede decirse de muchos apellidos hoy muy extendidos y difundidos, como casi todos los toponímicos y patronímicos, o los relacionados con profesiones como Panadero, Tundidor, Herrero, Carpintero, Verdugo, Zapatero o Guerrero, por decir algunos de los que me vienen instantáneamente a la mente. La necesidad de apodar es en sí una proyección de nuestro discernir eminentemente metafórico y alegórico, que crece y evoluciona por comparación sucesiva. En los orígenes de la onomástica, los límites de los nombres y los apodos se confunden y es seguro que la necesidad de nombrar al prójimo actuó de motor y combustible del ingenio y con ello de pieza clave en el engranaje de todas las artes y las ciencias. Ahí es nada.
El atrevimiento de bautizar al vecino es siempre síntoma de cercanía admitida y consensuada, de confianza y avenencia mutuamente reconocida y lleva implícito un conocimiento previo que la mayoría de las veces sólo es posible en los pueblos. Los motes son una manifestación más del finísimo y original gracejo e ingenio popular de las gentes rurales de antaño (también de su infinita y a veces cruel capacidad de sorna y escarnio), una tan extendida y generalizada por toda la geografía castellana, leonesa y española que la hacen digna merecedora de figurar en un futuro e imprevisible inventario de las cosas simples y sencillas que nos unen a casi todos los pueblos de España. Pienso que este capítulo del libro lo podría prorrogar uno de los máximos exponentes de este arte y que, como no podía ser de otro modo, es de pueblo (Orihuela del Tremedal, Teruel): Federico Jiménez Losantos. Larga vida a los motes de pueblo y hagan como José Ángel y el enterrador, apúntenlos.
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