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El profesor Tamames ha sido un comunista de salón, porque siempre le fue difícil llevarlo a la práctica, como es lógico, a la vista de los proletarios de barrio de Salamanca que nos han crecido en las Cortes, los de la revolución del chalet y ... el chiringuito. No se le puede negar al profesor su personalidad icónica, su apabullante erudición y su extensa bibliografía, que muchos ágrafos de tribuna envidian. Tamames es el resucitado más notable de entre los notables. La moción de censura no llegó a nada, como casi todo en el oficio de la política, en el que te amillonas o te defenestran –o suicidas– y terminas encamado con una cantante de dos millones y medio de discos. Podemos inició la revolución pendiente, pero pinchó en la lucha intestina primero, el aburguesamiento del Ejecutivo después y las ocurrencias de bomberos a la postre. Tamames paseó progresías en la transición del franquismo a la democracia, con unas Cortes más respetables que estas, porque culminaban en animadas veladas y tertulias con Enrique Tierno Galván, Susana Estrada, Victoria Vera, Joaquín Garrigues, Massiel –la tanqueta de Leganitos, ay– y la bellísima mujer de Tamames, por supuesto, la espigada y garbosa Carmen Prieto-Castro, que bailaba por aquel entonces música árabe hasta altas horas de la madrugada. Lo que les falta precisamente a sus señorías efebocráticas y pueriles sin alcohol son las mil y una noches árabes, una política sentimental de azotea libérrima y fiesta cordial con los personajes de la melé, la jet, pero de aquel nivel, donde cabían plumillas, tonadilleras, corresponsales foráneos y príncipes de la baja realeza. Por lo menos que sean como aquellos nocturnos felices. Quizá en la humanidad parlamentaria de legendaria memoria que Tamames ha traído estos días podamos encontrar la dignidad política que se nos perdió por el camino.
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