Llegamos mal que bien a la campaña de Navidad, que es como la de Napoleón en Waterloo pero sin Ridley Scott ni Joaquin Phoenix, que anduvieron por el Museo del Prado hace unos días. Y nos amparamos en estas fechas sin querer salir de ellas ... el resto de los días, aunque se nos cuele el invierno por las aurículas del corazón y la macroeconomía y el anuncio unánime de recesión nos hiele la sangre. En estos días se entrena un poco para comer y beber, porque en cuanto se inicia la cuesta de enero uno ya hace vida frugal, eremítica, espartana casi. Porque las alegrías de diciembre se van tejiendo desde el día 1 y sus mejores horas –o peores, según– son esas en que cantamos villancicos delante del belén y el reloj marca unos días después las campanadas.
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Esparcidos como heridos en una guerra yacen por el asfalto indecente de la gran urbe los pobres: cada vez hay más pobreza severa en España, el quinto peor dato de la Unión Europea, al mismo nivel de Grecia y Estonia. En cada trinchera de la calzada salta un limosnero, un hombre o una mujer que hasta hace poco eran considerados como personas de talento por las grandes corporaciones o que la vida arrastró por el fango, algo demasiado fácil, tal y como nos están poniendo de difíciles las cosas del vivir. Con el navideño pistoletazo de salida del furor marquetiniano, nos acordamos de que antaño se prescribía sentar a un pobre a la mesa –como instituyeron Berlanga y Azcona en 'Plácido'–; pero hoy ya ni siquiera se menciona al menesteroso, porque es feo, antiestético y no adorna ni conjunta con el árbol. El indigente está, pero ha adquirido las mágicas propiedades del hombre invisible o la especie de una familia que no llega a fin de mes. Porque ya estamos entre Eslovaquia y Letonia, aunque la propaganda del Gobierno dirá que es por aquello de Papá Noel.
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