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Entre lo inolvidable de la vida figuran los diputados que merodean alrededor de Carrera de San Jerónimo. Son como grandes buitres carroñeros que se nos fijaron en el erario público, muy estirados y galleantes los días de otoño e invierno, y muy sueltos o ausentes ... los pasados días de verano. Con la disculpa de que este país necesita un Gobierno, estos ociosos impenitentes se pasan la mañana orilleando, paseando arriba y abajo, dando vueltas en el Hemiciclo o sonsacando confidencias a lobistas y encargueros del IBEX 35 para preparar su provenir, que la cosa pinta mal. Son animales de tiempo presente con la vista puesta siempre en el futuro. Aquella afluencia del bandidaje por los bares y restaurantes la Carrera de San Jerónimo hinchándose los carrillos a la hora del vermú nunca nos gustó nada.
Ellos tienen una ventaja, y es que están allí en su mayoría desde legislaturas anteriores y saben todos los trucos para permanecer en el escaño, empezando por la escuela de la vida y terminando por su nula o escasa formación académica. El político español, golfo sin vencimiento, bebe la sangre de las nuevas generaciones, y su malditismo, su inmortalidad, viene muy de lo antiguo y son como centinelas del Poder que sobreviven a todas las crisis políticas, pandemias y hambrunas: nunca se mueren ni dimiten, otros –los demás, los paganini– lo hacemos por ellos. Hay una valentía temeraria en el votante en no acabar con estas huestes parásitas que buscan la soldada generosa, el cochazo con chófer, la querindonga afectuosa o el efebo solícito, y el hotel de cinco estrellas, claro. Son tiempos confiados, llenos de buena fe y de corrección política, en que se espera que cada cual encuentre su destino al margen del Gobierno y la oposición, que ha encontrado el suyo, por supuesto: vivir del cuento. Porque del pacto de Estado, ni hablemos.
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