En las pequeñas cosas –como una mirada cómplice entre padre e hija o la asignación del asiento según protocolo– se juegan a veces los reinos. La Constitución española sigue teniendo prestigio, y puede darse la misma escena que se dio cuando don Felipe la juró ... el 30 de enero de 1986, al cumplir la mayoría de edad, con el andar de paso lento y firme del entonces príncipe para darle la réplica al presidente del Congreso de los Diputados y padre constitucional Gregorio Peces-Barba, un Aristóteles al lado de los que nos toca sufrir. Si toda la liturgia del juramento constitucional de la infanta doña Leonor ha salido bien, no será por la presidenta de las Cortes, más pendiente de citar poetas periféricos y desconocidísimos, que de otra cosa. Francina Armengol parecía que pasaba por allí, como venida del súper, contrariada y titubeante, pendiente de hacerles la comida a los niños porque vuelven del cole. Por ejemplo.
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Doña Leonor ha sido el lunes el ojo santo y mágico de la niña que, ya mujer, nos contempla modestamente, sublimando las cosas y los seres allí congregados, como redimiéndolos de su mucha corrupción. La heredera a la Corona que jura la Carta Magna ante las Cortes Generales se impone luminosamente y todo en ella parece recién estrenado: los azules ojos, la poderosa figura, la boca como un beso chato, rosado y permanente a España, etc. Una adolescente de bandera, de anuncio, y, a la vez, una princesa mediterránea, mezcla de inocente puerilidad y responsabilidad ejemplar, que parece haber heredado la cualidad de aquellas mujeres de siglos pasados que reinaban siendo dulces niñas cuando veían amenazado a su pueblo. Hay en su caminar una sugestión de democracia y estabilidad, el tenue avance de la inmaculada ternura del trigo sobre la necia frialdad de los hombres. Falta nos hacía.
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