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Hoy en día, en política –y en la vida–, se lleva mucho lo ultra. Todo es u ocurre en grado máximo: ya no hay simplemente bobos de baba, sino estultos vocacionales que entrenan cada día para superarse en idiocia. Ya no abundan los maleducados ni ... los ignorantes, sino los muy desconsiderados o los zotes que rehúsan cualquier forma de sapiencia, porque supondría un trauma, un esfuerzo, una violencia contra la psique, que diría un pedagogo. Desde las vanguardias ultraístas, nunca se había usado tanto el concepto, en esta sociedad tan chic e intelectual al mismo tiempo, pendiente siempre de un laminado tailandés con famoso en una isla lejana al sol televisual o de la picadura rabiosa de la medusa mediterránea.
Iván Espinosa de los Monteros, protomártir de la causa ultra, se ha ido antes de que le 'fuesen', pero deja a bordo –e la nave va– mujer y recuerdos, inicios y añoranzas, cuando en Madrid nadie conocía a Santi –como llaman a Abascal los antaño cercanos y hogaño lejanos– y el hombre se lleva lo más subterráneo de su ser consigo. Ha aprendido el arte de la política en el ring doliente de la carne propia y se ha marchado elegantemente del 'business', del hontanar ultra que bebe de la Falange. Por ejemplo. Sánchez se ha enterado de la espantada leyendo el periódico mientras apuraba su ronmiel en la Mareta: el Gobierno de la nación entera está pendiente de un hilo prófugo en Waterloo, pero a él las vacaciones en el mar no se las quita nadie. El sanchismo es eso: un macizo en una tumbona que se hace esperar, amado y odiado a partes iguales.
Así empezó Pablo Iglesias también una depuración interna que ha acabado en un ERE de podemismo, sudor y lágrimas de Jeremías en Galapagar. El aprendizaje del político nunca logrará superar cierta injustificada e interesada confianza en el líder máximo, definido en nuestros días por un denominador común: el carácter bronco e impulsivo, el exabrupto en los labios, en ese vendaval decorativo e indómito de las Cortes, donde ocurre todo para que nada cambie en esta democracia 'ejemplar'. Conviene acentuar que el político, desde su secreta y huraña intimidad, gravita peligrosamente entre el liderazgo y la irrelevancia, de manera que en el diván del psicoanalista –o en el hombro del lagotero– siempre encuentra acomodo tras el consabido descalabro, que termina llegando siempre antes de lo que se espera. Con que Iván no acabe en el Hola haciendo la serpiente del verano en una piscina erotizante a lo Albert Rivera, con una jai de cine retrepada a sus espaldas y (ultra) chupándole la oreja, bien vamos.
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