Enero ha abierto sus gelideces con una noticia de desastre ecológico: un carguero liberiano de nombre Toconao, perteneciente a una flota de las Bermudas con sede fiscal en Chipre –fíjense en el lío– vertió el 8 de diciembre seis contenedores al océano, bañando de miles de millones de bolitas blancas ... –más de 26.000 kilos de bolsitas– las costas del Atlántico y el Cantábrico, nevada de plástico que no se biodegrada, porque la rastrillan un día y al siguiente vuelve con la marea. «¡Pío, pío, que yo no he sido!», dice el capital del barco. ¡Albo chapapote! ¡Ecologistas geyperman en acción!
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Ni el Ejecutivo, ni la Xunta, ni las direcciones generales se avisaron en tiempo y forma tras la llamada de alerta de oh capitán mi capitán, y en la pescadería el rape ya abre una bocaza de blanco sarampión, el percebe vomita granitos artificiales y la merluza se ha tragado unos cuantos copitos de rellenar las cajas. La fábula de todo esto es esta inflación de generalísimos directores, funcionarios disfuncionales, guardacostas durmientes, vigilantes que no vigilan y tal; y entre los recuerdos sintomáticos del pasado surge el del Prestige y el petróleo, que son cosas que pueden volver porque sin fáciles de perder en alta mar: ya le pasó al náufrago de García Márquez, que cayó al agua con un golpe de mar junto a las lavadoras y frigoríficos de contrabando que viajaban de matute de Colombia a Estados Unidos.
Esta «minucia» de que hoy nos ocupamos marcará un tiempo verde, activista, trayendo unos días el ribete de la mar océano a la mesa. Pero el españolito, que pasa de todo y no le pide cuentas a nadie, cuando esté en la mesa y se encuentre una bolita de plástico en la lengua, la escupirá y a otra cosa, mariposa. Que un cataclismo gastronómico se vuelve siempre microtragedia cuando nos la encontramos en el plato, Maricarmen.
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