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No deja de ser angustioso este reduccionismo que la cultura digital opera en la vida, esta angostura de teléfono inteligente en manos de gentes cada ... vez más tontas, porque sin darnos cuenta, el alma se nos va constriñendo de tan subyugada a la pantallita. Y los burócratas de Bruselas parece que empiezan a desperezarse han forzado a Apple a «abrir» su ecosistema digital para que los fabricantes de otros dispositivos puedan conectarse a sus sistemas operativos. Y esto, entre multas para las grandes empresas tecnológicas, e invitaciones de Donald Trump a los señores de la tecnología mundial a sus festejos, viene siendo el ecosistema digital: la mayor concentración de poder financiero y político global en manos de cinco o seis personas.
Busca el ciudadano de a pie la manera de que su vida sea verdadera y no virtual, porque cuando uno desvirtualiza a sus semejantes, no sé si les pasa, le entran ganas de echar a correr. De manera que algunos queremos el regreso de lo natural, del mar y el cielo, de los niños corriendo por la plaza Mayor, los vencejos con su jirriar estival y las fiestas para que descanse el personal, que cada vez hay menos, como la del Día del Padre, que se la han cargado en nuestra región. Conseguir depurar una convivencia que no dependa del clic, del WhatsApp, ni de la interfaz en el bolsillo va camino de convertirse en una heroicidad o en un milagro evangélico. El miércoles nos llevó en el taxi un señor de León que, con 73 años, decía que cuando llegaba a casa tiraba el móvil encima de la mesa y lo dejaba pitando y vibrando, porque a él lo que le gustaba era cuidar de sus gallinas. Los hombres más ricos del mundo se afanan en una empresa que es más ruin que nunca: reducir la naturaleza humana a las tripas de cada smartphone conectadas directamente a sus cuentas corrientes. Y con nuestro permiso, firma y consentimiento, claro. Porque, en el fondo, nos va la marcha.
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