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Cuando va llegando uno a los grandes resúmenes de la memoria, se le aparecen de nuevo y, por fin, aquellas estatuas de los dibujos animados que remataban parterres, columpios y el riachuelo del desagüe del estanque del Campo Grande, en el jardín infantil frente al ... antiguo Hospital Militar: personajes vivientes apetecidos ahora y desde lejos por la nostalgia y que veíamos en aquella bendita televisión, en la merienda. No eran simples esculturas de cemento, ni estafermos plantados por un algún concejal del franquismo para relleno o justificación presupuestaria, sino una presencia amiga en medio del follaje y la espesura, cerca del antiquísimo dios Neptuno que, semioculto en su isleta de bambúes y entre patos, fue donado –al parecer– por Fernando VII. Estos bodoques animados y piedra de toque de la infancia eran el ligero marchamo de la imaginación hecho de pesado material policromado, centinelas de avanzadilla de un mundo mágico que el vandalismo furioso destruyó en plena Transición. Por allí nos contemplaban Zipi y Zape, Popeye el Marino, Carpanta, el Oso Yogui, el León Melquiades, los Picapiedra con su más allá de posibilismo, entre la realidad del ancho pedregal de la peana, donde algunos piececitos atestiguaban aún, hace algunos años, su existencia anterior, y la ficción imaginada por José Escobar o el tándem Hanna-Barbera: adornos impares que tenían algo de oráculo. Al pensar en la verdadera naturaleza del Campo Grande, algunos no vemos solo árboles pensativos, estanques y cascadas umbrías: aún los entrevemos durante el paseo como náufragos del pequeño edén, ídolos que no acabaron de ser ídolos, bocetos de dioses que se quedaron sin pretil y sin corona, que gobernaron aquellos caminos y que, zurciendo el tiempo, quieren tomar parte de nuevo en la vida párvula, aunque majestuosa, de los matojos y el hierro del tobogán.
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