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Ya se nos acerca disimuladamente la niebla como emergiendo de lo más recóndito del alma. La niebla es una cosa aparentemente modesta, pero es un poderoso velo que se nos mete en el pecho como una 'nivola' unamuniana y dialogamos con nuestros fantasmas, como le ... ocurrió a Augusto Pérez. El doctor Caín, Príncipe de la Niebla, ora joven caballero, ora payaso siniestro, sabe que la existencia humana es pura ilusión y el gran timador de Carlos Ruiz Zafón nos zarandea por las calles recoletas de la ciudad y nos advierte de la maldición de que se cumplan nuestros deseos.
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Vemos la vida desde el coso de la memoria y la barrera de la costumbre, y cada diciembre alguien va y nos dice que «hay que exprimir la vida a tope y sin arrepentimiento», como la bailarina que responde al nombre de Campanilla. En estos días densos empañados por un Valladolid caliginoso se nos aparecen asiduas las sombras misteriosas. Y el farol de calle ilumina con luz nebulosa e imprecisa el exceso de confianza de la gente y sus certidumbres eternas porque en Castilla luce mucho el Sol (habitualmente). La niebla, sin embargo, parece desmentirnos desde profundidades lacustres, ríos subterráneos y pozas habitadas por el alma de los ahogados, bajo los grandes puentes sobre el Pisuerga, allí donde se asoman temerariamente los últimos borrachos navideños. En la distancia se intuye, pero no se ve, la celebración de la vecindad alborotada, ajena a la tragedia de la Naturaleza y el paso del tiempo.
Cada Navidad la bruma nos confunde y desbarata, y con ella nos adentramos en los jardines efímeros de la tragicomedia humana, en mitad de los arrastres invernales del exceso. El lado más abrumador de la niebla es su parentesco con la muerte desparramada por el callejero laberíntico de la vida. Desde luego, es una seña de identidad navideña de los de aquí.
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