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Acaba de echar el cierre Cubero, la redondez del dulce, siempre demasiado, pero nunca suficiente. Ya saben muchos de nuestra enfermiza adicción al pastel de arroz con leche y cobertura de crujiente chocolate, que todo vallisoletano verdadero, arquetipo del castellano, amaba. Escribimos esto arrebatados ... por el síndrome de abstinencia. El valor de una confitería que ha prestado un gran servicio a la comunidad es inconmensurable: pero es que Cubero era también Museo monumental del azúcar y panoplia de cucharillas. Recuerdo la primera vez que probamos el susodicho pastel, y fue con los papás, que nos llevaban después a ver el Museo Nacional de Escultura. Más tarde llevamos a los amores, por aquello de recurrir a todas las armas de conquista, y por la expresión de sus caras –dignas de Emmanuelle– Cubero era un valor seguro.
Enrique y Nines Cubero, los últimos herederos de la felicidad, se retiran a un merecido descanso: ni domingos siquiera han podido disfrutar del ocio, nos decía Nines hace unos días, mientras nos obsequiaba con unas almendras de Villafrechós. Hay una heroicidad del artesano, pero incluso los héroes tienen sus límites. Iban los Cubero con la verdad del pastel por delante –la que se llevan con la fórmula– y nosotros a gozar de su epifanía gastronómica: la maravilla de su repostería, como la de tantas tiendas tradicionales con conciencia, era hacer el molde y cuajar después el milagro efímero, ya heroicamente en un tiempo de dietas obsesivas y pavor ante la lorza amenazante en Instagram. El obrador y su asomadero frente a la churrigueresca Pasión dignificaban el abdomen del paseante y alegraban el alma en el trasiego urbano del cansancio y el desmaño. Hoy la calle es menos acaramelada y cremosa, y ofrece más tropezón vital. Porque el misterio de Valladolid también era Cubero.
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