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En todo conflicto existen, lamentablemente, víctimas que terminan pagando las consecuencias derivadas de la irracionalidad, la imprevisión o la crueldad de la propia realidad. Es ... lo que los estrategas denominan asépticamente daños colaterales, algo así como una especie de fatalidad inevitable que resulta preciso aceptar sin más condicionantes éticos que su propia y terrible realidad. En esta crisis del coronavirus todas las víctimas son inocentes. Hablamos de personas que han perdido la vida o han pasado por una grave crisis de salud sin responsabilidad alguna en ello. Enfermos tratados, en muchas ocasiones, como caídos en una guerra porque eso es, justamente, lo que nos dicen nuestros gobernantes utilizando una jerga bélica que nos habla de un enemigo del que desconocemos la forma efectiva de hacerle frente y eliminarle, que no es otra que la anhelada vacuna hoy aún inexistente.
Entre esos daños colaterales están, y de qué manera, los económicos. Hay asesores de empresas que en estos días sienten que también trabajan en un hospital, y algunos de ellos en la UCI. Más de 130.000 empresas han cerrado ya en este país. Hay más de 40.000 autónomos que se han perdido y 900.000 puestos de trabajo que han desaparecido en tan sólo dos semanas. Son cifras, pero detrás de ellas hay nombres y apellidos, hijos, familias enteras. Quién no está incurso en un ERTE lo están un ERE, y quien más quien menos teme por su empleo y, en consecuencia, por su futuro inmediato. Estamos ante la peor crisis desde la Segunda Guerra Mundial.
En tres meses se perderán 230 millones de empleos y la OIT advierte que el 81% de los trabajadores del mundo se encuentra ya afectado por las medidas de contención y alerta. En España miramos a la UE como la única solución posible porque, en realidad, no existe otra, la única salida viable es, sin duda, colectiva, por lo que será preciso pensar a lo grande y adoptar medidas de reconstrucción del continente como el 1945, para lo que es necesario adoptar medidas urgentes, dinero y deuda a largo plazo. Un plan de salvación colectivo que apuntale un futuro que hoy se presenta absolutamente incierto, cuando no directamente negro.
La recesión es un hecho y está aquí. Los emprendedores, los propietarios de bares y restaurantes, el pequeño comercio, las empresas familiares... Todos estos colectivos están concernidos y amenazados por la crisis. Todos ellos integran la lista de los daños colaterales que provoca la batalla que estamos librando contra la Covid-19, el enemigo más poderoso al que nos hemos enfrentado nunca, el único capaz de modificar nuestro estilo de vida hasta paralizar casi totalmente las sociedades y los países. Sabemos ya, cómo no intuirlo, que el mundo no volverá a ser el mismo después de la pandemia. La historia analizará este parteaguas, forzado y universal, como un punto de inflexión en el devenir colectivo de este siglo XXI que, en realidad, comenzó en el XX tras los atentados contra las Torres Gemelas.
En poco tiempo hemos conocido ya varias desgracias de las que dejan una huella profunda en la vida de varias generaciones. Nos ha tocado y hemos de vivir con ello, moviéndonos con el único principio que puede ser aplicado en estos tiempos y que no es otro que el principio de incertidumbre. Somos conscientes de que a todos nos corresponde afrontar un formidable desafío. Con todo, no perdemos el optimismo y creemos ver algo de luz al final del túnel, pero el cielo está tan cargado de nubes que amenaza con caer directamente sobre nuestras cabezas.
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