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Los atajos del éxito

«Ahora triunfa quien detecta la necesidad y sabe satisfacerla, aunque esa necesidad sea frívola, absurda o efímera, aunque no quede legado alguno del éxito que se alcanza»

Daniel Landa. Periodista, escritor y director de documentales de viajes y antropología.

Martes, 31 de octubre 2023, 00:31

La mejor coartada de un mediocre consiste en rebajar la virtud de los demás. Por eso, para analizar hasta qué punto la sociedad está sufriendo un proceso de «mediocretización» basta con analizar los valores sobre los que se sostiene dicha sociedad.

Cuando uno se fija en la evolución de los referentes se da cuenta de que hoy ya apenas queremos héroes, de hecho, miramos con recelo las grandes gestas y buscamos arquetipos entre la gente corriente. Ensalzamos modelos a nuestra imagen y semejanza. En definitiva, rechazamos la virtud si hay que mirarla en la distancia y despreciamos el valor si resulta inalcanzable para la mayoría. Desde hace algún tiempo, hemos reemplazado los objetivos, los hemos acomodado para que todos podamos participar de la virtud colectiva, sin distinciones, lo cual, posiblemente atenta contra el sentido mismo de la virtud. De alguna manera, hemos vulgarizado los valores, los hemos relegado a su versión más accesible.

Y entonces descubrimos, por ejemplo, que el ingenio se ha impuesto a la inteligencia. Basta un chispazo, una frase para competir en autoridad, porque una ocurrencia también es más fácil de generar que una idea, un tweet más popular que un ensayo y un eslogan más digerible que un argumento. La simplificación del debate aumenta el número de opinadores, amplifica el ruido y crea populismos.

El mundo de las sensaciones ha sustituido al de los sentimientos. Buscamos el impacto, una emoción instantánea y efímera. Los vídeos cortos, relámpagos sensoriales, triunfan en redes sociales. La anécdota se impone a la historia, llenamos el mundo con retazos inacabados de cosas, saltos, memes, trucos, golpes, bailes, frases, zascas. Apenas queda espacio para la contemplación o la poesía en este festín de estímulos.

Hemos decidido apostar por la tendencia en lugar de la trascendencia. Y aunque siempre ha habido modas resulta que hoy, el hoy lo abarca todo. Pensar en el mañana, en dejar un poso, se ha convertido en un ejercicio presuntuoso. Vivimos en la tiranía del ahora, en la décima de segundo que dura un like, en el número seguidores, en cuántos corazones acumulo esta tarde sin importar si mañana queda rastro alguno de ese amor digital.

Esto también tiene un impacto en el Arte (con mayúsculas), que en muchos casos ha sido devaluado y así, cualquier expresión creativa, cualquier performance adquiere la categoría de arte. Se ha ampliado el espectro. Y uno se encuentra de repente que forman parte de la misma definición un vaso de agua medio lleno (obra que se expuso en ARCO en 2016) y el Moisés de Miguel Ángel. La provocación como concepto ha alcanzado ya un reconocimiento que en ocasiones eclipsa al de la maestría. Una rima divertida en una canción entra en la misma calificación que el Quijote, un lienzo con dos trazos es tan artístico como las Meninas de Velázquez. Todo es arte, luego ya nada lo es. Todo es cultura así que la cultura ha perdido su valor, se diluye en una amalgama de conceptos. No sabemos ya en quien inspirarnos cuando el mundo se ha llenado de inluencers, en inglés, que influyen sin ser referentes de nada, del mismo modo que se aspira a la fama, buscando ser conocido, no reconocido.

En definitiva, ha cambiado la motivación existencial. La felicidad, como el gran anhelo del ser humano, va cediendo paso al placer. El prestigioso endocrino estadounidense, Robert Lustig, analiza de forma magistral las diferencias entre ambas. El placer es una emoción que produce la dopamina, un estimulante que termina provocando adicción. Cada vez necesitamos una dosis mayor para sentirnos satisfechos. Sin embargo, la felicidad genera serotonina, que es un inhibidor neuronal, es decir, se basa en la nonecesidad, un estado de serenidad que desemboca en una profunda alegría.

En la actualidad, la balanza se inclina hacia el hedonismo lo que provoca un cambio sustancial en cuanto a las aspiraciones de los individuos. Ha mudado nuestra percepción del éxito y por tanto nuestros objetivos, tanto profesionales como personales. ¿Pero cuál es el patrón? ¿por qué hemos pasado de dar un valor esencial a la inteligencia, las ideas, los sentimientos, las historias, la trascendencia, el Arte y la felicidad para quedarnos con la rebaja del ingenio, las ocurrencias, las sensaciones, las anécdotas, la tendencia, la expresión artística y el placer? Porque hemos prescindido del ingrediente que hacía madurar toda virtud: el tiempo.

La mediocridad es un resultado inevitable de la aceleración de todo aquello que antes necesitaba un recorrido. El tiempo se ha convertido en el principal enemigo de la sociedad. La urgencia lo invade todo. Por eso impera la ilusión por hacer algo, en lugar de la vocación, que es un compromiso con uno mismo, a largo plazo. El mundo de las ilusiones es volátil y nos hemos instalado en el capricho de la apetencia en vez de apostar por crear un proyecto personal, sin fecha de caducidad.

Nos molesta el paso tiempo. Nos asusta el tiempo. Escuchamos audios a doble velocidad, apenas hojeamos titulares, ya solo escribimos tweets, o vemos TikTok o shorts, que hasta en el lenguaje escatimamos. No hay tiempo para el cortejo y creamos Tinder; no hay tiempo para ir de tiendas y creamos Amazon; no hay tiempo para la Justicia y creamos sentencias mediáticas, no hay tiempo ni para indignarse y creamos emoticonos iracundos.

Ya no leemos, ya no creamos, pero imitamos cada vez mejor, nos llevamos la cultura en un tupperware por si acaso hay que recalentarla, y en vez de charlar, gritamos, no para que se nos oiga más, sino para que se nos oiga antes y así irnos corriendo a no hacer absolutamente nada.

Tal vez lo más desolador de este panorama es que aquel que se para -ya sea a pensar un rato o a fumar un cigarro o a levantar la mano para discrepar- es arrollado por esa estampida, la masa desnortada que marca el camino hacia ninguna parte. Pero sin dudar, porque no hay dudas para los fanáticos de la urgencia. La madurez aburre, la excelencia es pretenciosa y el esfuerzo es una estupidez para un mundo lleno de respuestas prefabricadas. Y así, casi de golpe, descubrimos que nuestros referentes clásicos, nuestros héroes -por no hablar ya de nuestros dioses- se han vuelto tan anacrónicos como innecesarios.

En otras palabras, hemos desatendido lo que nos parecía sagrado, sublime o excelso para centrarnos en lo urgente, y sin el tiempo necesario nada es sagrado, sublime o excelso. El mérito y el sacrificio siguen existiendo, pero ya no marcan el rumbo. La mediocridad impera no porque se haya extinguido el talento sino porque hemos dejado de alimentarlo. Y quien se aferra al camino más largo se queda solo, abrazado con cara de bobo a sus valores, confuso y desamparado.

El éxito, como reconocimiento social, se reserva ahora a quien mejor ha sabido encontrar la oportunidad. Esto ha sucedido siempre, pero antes el oportunismo debía estar acompañado de algo más, de cierto talento, de un mérito objetivo, alguna virtud más o menos consensuada. Ahora no, ahora triunfa quien detecta la necesidad y sabe satisfacerla, aunque esa necesidad sea frívola, absurda o efímera, aunque no quede legado alguno del éxito que se alcanza.

El éxito de hoy consiste en parecerse a algo y parecerse cuanto antes. Basta con crearnos un avatar, con tener la habilidad de aparentar éxito para conseguirlo, porque para ser, lo que se dice ser, hace falta toda una vida.

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