Un padre lleva a sus hijos al colegio. MANUEL ÁNGEL LAYA

Fin de curso

«El curso que viene, si nada cambia en esa propuesta del Gobierno tal y como está planteada, se habrá dado un nuevo paso en la dirección contraria al de la excelencia educativa»

Ángel Ortiz

Valladolid

Domingo, 20 de junio 2021

Este que termina ha sido un curso escolar duro para alumnos, padres y profesores. Se ha pasado algo de frío en las aulas, los más pequeños han tenido que respetar con resignación los límites perimetrales del recreo, la ausencia de actividades extraescolares, la imposibilidad de ... usar balones u otros objetos durante meses en los juegos colectivos, los grupos burbuja, etcétera. El curso que viene será, si la mejoría general de los datos de la pandemia continúa como hasta ahora y se prevé, un curso más parecido, aunque ni mucho menos igual, a los que vivíamos antes de la pandemia. Porque, a pesar de todo, seguiremos en medio de una pandemia y, en todo caso, con todos nuestros menores de 12 años sin vacunar. Tampoco desaparecerán, por desgracia, los grupos de whatsapp de padres. Pero esa es otra historia...

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Los cambios más relevantes del curso 21/22 vendrán por la nueva ley de educación, la octava de nuestra democracia. Esta vez se llama LOMLOE (Ley Orgánica de Modificación de la LOE) o Ley Celaá, por la ministra que la ha promovido. Se ha hablado en decenas de artículos de sus principales novedades y de todos los cambios y matices que ha experimentado desde que se conoció su redacción inicial. Y sin embargo, la norma, que es modificación de una norma que también era modificación de otra, en un demencial parcheo legislativo, sigue dando de sí. Esta semana conocimos la intención de la ministra de promover un real decreto en el que se propone que puedan obtener el título de ESO aquellos estudiantes que, «habiendo finalizado el curso con evaluación negativa en una o más materias, hayan alcanzado, a juicio del equipo docente, las competencias básicas y los objetivos de la etapa». En él se añade que las consejerías podrán orientar a los equipos docentes «sin que, en ningún caso, el número o la combinación de materias o ámbitos no superados puedan ser la única circunstancia a tener en cuenta en la decisión sobre la titulación».

O sea, que el curso que viene, si nada cambia en esa propuesta del Gobierno tal y como está planteada, se habrá dado un nuevo paso en la dirección contraria al de la excelencia educativa. El alemán Andreas Schleicher, el padre del informe PISA, examen en el que Castilla y León destaca muy por encima de la media, decía el viernes en una entrevista en El País: «Tienes al sistema educativo preparando para un mundo que ya no existe y no haciéndolo para el mundo que estamos viendo emerger. Es duro para los padres aceptar que el mundo de nuestros hijos es diferente a la imagen que tenemos del nuestro. Pero en eso consiste la educación. En preparar a los estudiantes para su futuro, no para nuestro pasado». Schleicher tiene razón porque, en lugar de construir una ley de educación por consenso, perdurable, para un horizonte a largo plazo, volvemos a recurrir a la fórmula de un proceso en negativo: el de la derogación. En lugar de tomar el ejemplo de lo que se ha venido haciendo en Castilla y León, en lugar de caminar hacia una evaluación de acceso a la universidad única para toda España que no permita dopajes en las calificaciones que perjudican a los mejor preparados, profundizamos en el sentido opuesto: que la cultura del esfuerzo, de la superación y la mejora constante pierda cada vez más peso.

Ese más que seguro futuro de nuestros estudiantes no será un mercado laboral menos exigente, un entorno profesional menos competitivo, rígido, inmutable. Todo lo contrario. Nuestras nuevas generaciones no se merecen que aprobemos leyes para salir guapos en las estadísticas de fracaso escolar mientras regalamos los títulos.

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