Fui párvulo en el Santiago López, entre las calles Zorzal y Pavo Real, cuando aún se arreglaban las disidencias de cara a la pared y se recitaba a la entrada el 'Jesusito de mi vida'. Recuerdo de aquellos dos años que éramos muchos niños –las ... primeras hornadas del baby boom español– segregados, simples y entusiasmados; también, que nuestras maestras eran más jóvenes de lo que creíamos y que todo en las seis aulas repartidas en dos plantas era escaso y estaba bien cuidado.
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De entre mis compañeros de pupitre me viene a la memoria media docena. No diré apellidos, pero uno de ellos jugaba tan endemoniadamente bien al fútbol con cinco años que sin ser ojeadores ya apostábamos por su futuro en el fútbol profesional y por sus cromos con su foto –cosa que ocurrió–. Y como nosotros no podíamos ni siquiera concebir durante aquellos años de yugos y flechas en la cartilla escolar que algún día habría Messis, o Maradonas –y los Puskás ya nos pillaban lejos– el ariete más popular y certero del Santiago López, de nombre Pedro, pasó a ser Cruyff, que para eso acababa de llevarse el Balón de Oro.
A finales de los sesenta y principios de los setenta, en el Santiago López el fútbol era una asignatura llave, un requisito social. Pero su patio, custodiado por las viviendas del grupo 29 de Octubre, era tan pequeño –incluso para nuestra menudencia– y la densidad de niños tan alta, que debían fijarse algunas normas de antemano como, por ejemplo, invalidar en toda circunstancia los goles, tan frecuentes, que se producían de portería a portería en el trance del saque desde una de ellas; o que a los perdedores les correspondían los últimos puestos en la cola de vuelta a las aulas, lo que penalizaba su adverso resultado dificultándoles notablemente la posibilidad de echar un trago apresurado antes del reiniciar las clases tras el recreo.
Sin embargo, un día descubrí que no todo giraba por allí en torno a un balón y que por entonces no todas las criaturas íbamos al colegio. A la salida atropellada y tumultuosa, entre niños y madres junto a la verja, en la calle Pavo Real, me entretuve un instante ante unos chavales poco mayores que yo que formaban un corrillo en torno a lo que parecía la pieza desvencijada de un coche. Me acerqué a ellos como un mirón de obra sin experiencia y a pesar de que me detuve prudente a unos metros de distancia, alguno advirtió mi presencia y me preguntó, insulto mediante, qué miraba al tiempo que otro, antes de echar a correr, me propinó un cantazo en la frente cuya cicatriz aún hoy me da los buenos días todas las mañanas frente al espejo.
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No puedo confirmar que la zona actualmente sea tan reacia a los curiosos como antaño, según mi propia experiencia. Sí sé que está más deprimida y abandonada, a pesar de la incansable y paciente lucha vecinal durante décadas; a pesar, también, de los empeños municipales –los oportunistas del pladur de colores o las vistosidades de barracón– y los más serios y eficaces, sometidos a la liturgia del largo plazo, como la asistencia social o la bendita recuperación de aquel grupo escolar humilde y diminuto que durante años ha sido escombrera, basurero y hura de camadas, al que aún circunda la miseria, el abandono y el resto ocasional de una ciudad sin ley que se resiste a la extinción.
Hay tanta tarea pendiente, tanta necesidad de atención serena y bien planificada, que aún es pronto para que alguno de los drones estrenados por la Policía Municipal pueda realizar funciones de vigilancia rutinaria –como hace sobrevolando al pijerío– en los alrededores del Santiago López (donde aprendí las letras, los números y a dibujar escudos de Primera División) sin que se arriesgue a llevarse un cantazo como el que a mí me acompaña.
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