El cura, los curas
Rincón por rincón ·
«Su agresor, el tipo que lo sometió como si fuera un muñeco de trapo, ha reconocido el pecado y ahora dicen que Dios le ha perdonado. Dicho con respeto: ¿quién es Dios en todo esto?»Rincón por rincón ·
«Su agresor, el tipo que lo sometió como si fuera un muñeco de trapo, ha reconocido el pecado y ahora dicen que Dios le ha perdonado. Dicho con respeto: ¿quién es Dios en todo esto?»La Iglesia esconde un demonio bajo su sotana. Hoy contenido, quizá, y antes hiperactivo. Da miedo, pese a todo, porque su historial de delitos es tan extenso que provoca el vómito.
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Alejandro Palomas, ganador del premio Nadal en 2018, ha sido el último en sumarse ... a la denuncia pública. A él, como a otros cientos de jóvenes, el demonio les atacó de noche, mientras dormía.
Aquel demonio, que aún vive bajo el sagrario, le sometió sin miramientos a una serie de abusos sexuales que en su narración causan tanta indignación y odio que resulta insuperable.
Tenía ocho años y le acompañaba una infancia muy triste. Era un niño introvertido, solitario, hipersensible. «Era un niño diana», reconoce. El cura, con cuernos, fuego en los ojos y un largo rabo que se extendía bajo su sotana le violó una y otra vez. Los periodistas nunca deberían contener las palabras. Mucho menos las de una víctima. «Cuando se corría, se enfadaba conmigo», ha dicho. Sí, tenía ocho años.
No es la primera víctima, ni la última, pero su relato estremece tanto como el conocido en León por quienes en circunstancias similares fueron sometidos en el seminario de La Bañeza. Allí, en sus camastros, el cura (los curas dicen las víctimas) satisfacían sus pasiones más bajas, más inmundas, con los menores.
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Emiliano Álvarez no tenía ocho años cuando el cura se levantaba la sotana para demostrar que era un ser superior. Emiliano tenía diez. Su agresor, el tipo que lo sometió como si fuera un muñeco de trapo, ha reconocido el pecado y ahora dicen que Dios le ha perdonado. Dicho con respeto: ¿quién es Dios en todo esto?
Ángel Sánchez Cao es un cura acosador y abusador, la Iglesia lo ha reconocido, pero aquellos pecados han prescrito entre la sacristía, el confesionario y el altar mayor. Y es que pese a abusar de los niños comulgaba cerca de dios, y de los fieles.
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Cao, recuerda su víctima, tenía gafas doradas que le brillaban en la oscuridad. Sin embargo, utilizaba una linterna y buscaba sus víctimas a lo largo de un gran dormitorio. Allí, con impunidad, metía la mano bajo las sábanas y pedía silencio mientras hacía sus 'cositas'.
Había quien además era llevado a los cuartos de los curas cuando el resto de sus compañeros dormía. «Te ponía la linterna en los ojos, te bajaba el pijama...», recuerdan sus víctimas.
A Cao le llamaban 'cola-cao' y sus abusos eran conocidos por todos, pero nadie decía nada.
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No son los únicos casos. Para no pocos curas los menores eran una tentación irresistible. Algunos vieron en ellos incluso una provocación y otros una temerosa prueba de la divinidad para conocer su grado de resistencia al pecado.
Puede que haya quien culpe a aquellos niños de incitarles al pecado porque llegado ese punto cualquier loco razonamiento puede colarse como argumento. No hace falta tanto, simplemente fue una matanza de adolescencias sin estrenar. Un disparate digno de la cadena perpetua.
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Hoy la Iglesia no quiere investigar a fondo aquellas bestialidades, como si lo ocurrido entonces fuera un mal recuerdo. Y no, bajo las campanas de la iglesia se cometieron violaciones a menores, violaciones inhumanas, indecentes, terriblemente sórdidas y asquerosas.
Puede que dios, en su infinita misericordia, haya perdonado a los caníbales, quizá, pero el resto de seres de este mundo no. De ahí que las víctimas pidan algo tan ignominioso como justicia. Justicia, esa palabra. Justicia para castigar a los demonios, justicia para poder vivir.
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