El cuñado de Baco y los ladrones
Tiempos modernos ·
«Lo normal era que nos conformáramos con el clarete de Félix, el Animal, con garito cercano a la Plaza del Val, al que conseguíamos cabrear pidiéndole vino con gaseosa»Tiempos modernos ·
«Lo normal era que nos conformáramos con el clarete de Félix, el Animal, con garito cercano a la Plaza del Val, al que conseguíamos cabrear pidiéndole vino con gaseosa»Casi todos mis amigos entienden de vinos más que Baco y su cuñado o un sumiller profesional de esos que se pasean en los restaurantes de cinco tenedores con un cucharón colgando del pescuezo. Hubo un tiempo en el que hasta un servidor creía entender ... algo de ese mundo tan complejo y acepté participar en una cata de la Ribera del Duero. Tras dar el primer sorbito apunté que la añada era de 2002 en lugar de 1991; en fin, un fallo lo tiene cualquiera. La segunda prueba consistía en calificar el grado de alcohol, donde volví a cagarla estrepitosamente porque solo acerté con el origen, entre otras razones porque sabía que todos los caldos eran de Roa. Desde aquel día, cada vez que pruebo un vino y alguien me pregunta qué me parece, aplico la frase de mi exjefe Carlos Falcón: «está fresco, está bueno». Nunca falla. Menos mal que no estoy solo en el mundo de los catadores ignorantes, porque incluso mi amigo Lucio Barroso, que compra vinos carísimos y presume de entender, fue incapaz de diferenciar un clarete de un blanco (por aquello de estar frescos los dos), lo que me hizo sentir mal por demostrar al listillo ante los demás que no tenía ni puta idea.
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Actualmente, a la hora de beber conviene tener en cuenta el precio de la botella que has pedido para demostrar tus habilidades enológicas y que, por el mero hecho de pagar 200 euros, estás obligado a calificar de «exquisito» aunque esté más pasado que la yenka. Precisamente de una de esas botellas carísimas me ocupé hace años entrevistando a los dueños del restaurante el Atrio, de Cáceres, que en una subasta habían comprado un 'Chateau d'Yquem Premier grand cru classé superieur', hoy valorado en 310.000 euros, lo que cuesta un piso en un buen barrio de la ciudad. La historia, por si alguien no la recuerda, estuvo protagonizada por Jose (sin acento) Polo y Toño Pérez, socios de dicho establecimiento, que compraron la virguería en una subasta. Al llegar a casa intentaron colocarla en una caja de madera con la mala suerte de que la joya cascó por el cuello aunque no llegó a derramarse el líquido por completo. Tal y como conté en su día, desde el mismo momento de la catástrofe se inició una 'operación rescate' gracias a la bodega francesa que se la había vendido y que les sugirió que se acercaran a Burdeos para intentar resolver la catástrofe.
Todas estas historias de los grandes (y carísimos) caldos contrastan con el vinazo que tomábamos cuando empezamos a chatear recién cumplida la mayoría de edad. O incluso antes, porque a nadie le importaba emborrachar al pinche o al aprendiz; incluso resultaba 'gracioso' que el mocito volviera a casa 'piripi', por decirlo suavemente en lugar de por su verdadero nombre: con una castaña como un general. A riesgo de que la frase que viene a continuación suene a delito flagrante, casi podría afirmar que mi primera (y más dolorosa) borrachera fue de anís con diez u once años, situación que a servidor le sentó como una patada en sus partes y a los espectadores los divirtió tanto o más que el Teatro Cirujeda.
Estoy seguro de que incluso entonces había vinos magníficos pero lo normal era que nos conformáramos con el clarete de Félix, el Animal, con garito cercano a la Plaza del Val, al que conseguíamos cabrear pidiéndole vino con gaseosa: «¡En mi casa no se jode el vino!», decía con malos modos, que era lo que andábamos buscando los provocadores. También estaban los claretes peleones de Rubiales, 'Seisdedos', cerca de la Plaza de San Bartolomé, del Quevedo y sus guitarras que podías tocar en la parte trasera del local, Casa Pepe, el más frecuentado por mi santo padre, que se dejó la herencia. Todo ello, naturalmente, trasegado a pelo y sin tapa. Cuando la gente se cansaba de ir siempre a los mismos bares de sus barrios, quedaba la posibilidad de acercarse a las bodegas de Fuensaldaña, donde el vino se servía en unos recipientes con aviso: «Esta jarra ha sido robada en la bodega Tal». En el trastero tengo tres o cuatro birladas en otras tantas bodegas del pueblo, sin saber cómo deshacerme de ellas. Lo más complicado del robo era llevarlas a casa metidas en un bolsillo del pantalón, que abultaba como si se tratara de otra cosa, procurando no tropezar para no partirla en pedazos.
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Aunque es posible que la memoria me traicione, creo que en el barrio donde nací no había ningún bar, y así continuó hasta que lo abandoné para irme a otro más moderno y con dos o tres cantinas en las calles principales, sobre todo la de Casasola, que tenía tabernas a un lado y a otro del túnel. En estas y en todas las demás, lo normal era que los mostradores fueran de zinc por el que corría el agua para aclarar los vasos sin necesidad de lavarlos y que estaban clasificados en cuatro o cinco categorías: chato, campanillo, campano, deca y probablemente otras que no recuerdo. El contenido era, probablemente, de Cigales o Mucientes, hoy de calidad, y entonces regularcillo.
Por si todo aquello era poco, en la Plaza de los Vadillos había otras dos o tres tabernas cuyo nombre se me ha borrado y, en la calle Renedo, incluso una fábrica de cervezas muy famosa (La Cruz Blanca), derribada en 1992. Es verdad que allí no se podía consumir lo que fabricaban, pero sus chimeneas propagaban un olor característico que apetecía degustar con otros sentidos distintos al de la nariz.
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Con todo, la mejor prueba de que hasta los dueños de algunas tabernas desconfiaban de la nobleza de lo que servían era que en muchos bares del centro colgaban un cartel que avisaba: «A partir de las 12 de la noche solamente se despacha vino de Rioja». ¿Era mejor que el nuestro? Puede, pero sobre todo era más caro, lo que traducido al lenguaje tabernario significa más pesetas al cajón.
No me imagino, ni de coña, a los socios de ese restaurante cacereño intentando salvar un clarete peleón de los que cuestan en Simago cinco euros la botella (y a veces es cara): «Jose, para, que se me ha roto», «Toño, tírala lejos de la calzada para que no pinche alguna rueda y tengamos un disgusto». O sea, que de llevarla en brazos hasta la bodega para ver si la recupera el enólogo de guardia 'nasti de plasti', expresión coloquial que según mi exvecino Martín, el Orejas, significa «anda y que te den»…
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