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Desinfección de una residencia de ancianos en Palencia. Marta Moras

Y será nuestra culpa

«Los del animalismo, por ejemplo, entienden que hay justicia en que los jabalíes miren los escaparates frente a los que se paraban las abuelas del Palacio del Hielo. Este espacio era del animal y se lo arrebatamos los hombres»

Chapu Apaolaza

Valladolid

Jueves, 16 de abril 2020, 06:53

Desde que en los parques apuntaron al ERTE a los niños con bocata, en casa servimos comida a los gorriones. En ese altar de alpiste se posan a llenar el buche las colleras de tórtolas del color del verano, los verderones y otros pájaros del hambre. Mientras escribo esta columna, bajo el aguacero, un mirlo pisa a su pájara en celo. Magnífico Margarito ha visto un corzo que recorre la ciudad mirando desafiante plazas de toros y gasolineras. Es bella la vida cuando se abre paso, pero el verdadero espectáculo consiste en escuchar cómo algunos celebran que la vida se abre paso al fin. Como si lo que hubiera antes -el coche, el repartidor, la anciana y el chaval del patinete- no fueran vida, pero el corzo, sí. Alrededor de la covid se está desplegando un catálogo de miserias, pero una de las de más adorno es esta de la gente que se alegra de lo que nos pasa. Los del animalismo, por ejemplo, entienden que hay justicia en que los jabalíes miren los escaparates frente a los que se paraban las abuelas del Palacio del Hielo. Este espacio era del animal y que se lo arrebatamos los hombres. Así dejan caer que está bien que desaparezcamos de las calles, aunque sea muriendo, aunque sea confinados en el bajo de Argüelles donde el Tito Enrique, Nieto y Juan de Dios pasan las noches bebiendo latas de Mahou y llorando a las cartas. Se supone que nuestra desaparición es ejemplar; quizás incluso debiéramos morir más, por qué no. Esto lo dijo muy bien el Pacma cuando en un tuit celebró el paraíso animal en el que se había convertido el área de Chernobyl en estos 30 años sin seres humanos.

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Cabía esperar esta cosa en los animalistas estrictos, que ante el dilema entre su madre y su perro, siempre eligieron a su perro, pero el odio autoinmune está floreciendo en los alcorques menos esperados. Contábamos con que la pandemia se invocara desde los púlpitos del padre Mapple en la capilla de los balleneros de 'Moby Dick' -«Y el señor dispuso un gran pez que se tragara a Jonás»- y la Iglesia lo adscribiera a los pecados de los hombres, pero no ha sucedido. A cambio, las creencias de los nuevos paganismos son las que despliegan el látigo de que la covid-19 es, definitivamente, nuestra culpa.

Una de mis explicaciones preferidas es que nos estamos muriendo por osar contradecir las leyes de la ecología y de la Tierra, por habernos desarrollado demasiado, cuando lo que nos salva es, entre otros milagros, el plástico de los EPIS, la investigación en sistemas matemáticos, la industria farmacéutica, las donaciones del dueño del Zara y las malvadas fábricas de coches que producen respiradores a partir de limpiaparabrisas. Dicen que todos nuestros males suceden por viajar demasiado, por comer animales, por haber convertido a España en un país de camareros o por haber externalizado la producción de algodón para mascarillas aunque, como sostiene el doctor Gavín, si los médicos se pudieran hacer mascarillas de algodón, se has habrían hecho con sus propios calzoncillos.

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