Hace cuarenta años
La Platería en llamas ·
Aún olía la ciudad a gasolina de cóctel 'molotov'; aún nos pitaban los oídos por la explosión de algún artefacto, o por los disparos en 'El largo adiós'La Platería en llamas ·
Aún olía la ciudad a gasolina de cóctel 'molotov'; aún nos pitaban los oídos por la explosión de algún artefacto, o por los disparos en 'El largo adiós'No es solo por el magnífico Tenorio que gracias a las manos de Miguel Ángel Tapia se aposta al fin en el portón del Jardín Romántico, sino porque a la calle Fray Luis de Granada la inclinación por la pendencia le viene de largo. Yo ... la tengo impresa en el recuerdo del día a día gracias a esa sístole y diástole que mantenía viva mi rutina durante las idas y venidas al instituto Zorrilla desde comienzos de los años ochenta, cuando la natación era una asignatura de madrugón obligatorio en un centro público que aún contaba con el privilegio de mantener en funcionamiento aquella envidiable instalación; cuando hacía milagros la abnegación de una plantilla irredenta de profesores, como don Eduardo, a quien recuerdo en su empeño heroico por revelar con afectuosa e infinita paciencia, ante clases de medio centenar de alumnos, el nombre genitivo de la rosa.
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A mí, entonces, solía alegrarme el trayecto mi amigo J. A., que siempre se arrancaba con algún disparate audaz, como el de incluir ladrillos de obra en sacos de papel abandonados a la puerta de la comisaría y que arrastrábamos con la intención de vender al peso en alguna chatarrería que pillara de camino a cambio de algunas pesetas; o buscar monedas perdidas cerca del fotomatón para hacernos una tira de cuatro retratos llena de muecas y que, si no alcanzaba, destinaríamos a leche para dársela a los gatos que pululaban por el Camarín de San Martín.
No sé si el Tenorio aceptaría hoy estas niñerías de callejón para ser ponderadas junto a su insuperable lista de agravios, pero es para lo que dábamos nosotros durante aquellos años de Latín y Griego, de pasillos anegados por el humo del tabaco (hoy inconcebibles y acaso vergonzosos), de horas lectivas infinitas que nos veían entrar y salir de noche mientras la niebla doblaba turno y se dejaba querer por el empedrado resbaladizo de aquella callejuela en una ciudad que no lograba colorearse, ni alegrarse, ni desentumecerse del todo.
Y entonces ocurrió de pronto: el Palacio de Villena dejó de ser aquel edificio siniestro con agentes armados a la puerta que albergaba aún la tiritona de no pocos detenidos y al fin los malos humos y las malas vibraciones del tráfico le dieron tregua al adoquinado que sobrevivía en Cadenas de San Gregorio. Un día nos asomamos, como de costumbre, por la desembocadura de Fray Luis de Granada y allí nos saludó la obra de Eduardo Chillida, bella, discreta y serena, que materializaba el verso de Jorge Guillén.
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Puede que entonces no fuéramos capaces de entenderla —que para eso hace falta tiempo, madurez y disposición—, pero lo cierto es que si hago el ligero esfuerzo de echar la vista atrás, acaso sea para asumir que en estos cuarenta años nada volvió a ser igual justo desde aquel instante. Como si la niebla cambiara al fin de densidad y de horarios; como si una tímida alegría se animara a ir recuperando cada rincón calizo de uno de los lugares más hermosos que atesora Valladolid.
Lo profundo desde entonces fue el aire, pero el tiempo nos pasó por encima. Hace cuarenta años aún olía la ciudad a gasolina de cóctel 'molotov', como los arrojados contra las oficinas de El Norte; aún nos pitaban los oídos por la explosión de un artefacto en el Ayuntamiento, o por los disparos en 'El largo adiós'; aún nos quedaban lágrimas pendientes por culpa de todos los años de plomo que tanto y tan caro se cobraría el terror. Pero la escultura de Chillida es mi hito, el jalón particular de mi memoria que ha sido zarandeada por su aniversario y por ese hermoso homenaje que la ciudad ha rendido a cuantos periodistas registraron el goteo de aquellos días difíciles y que ahora regresan nítidos, como esa «eternidad en vilo» que para Guillén es el presente.
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