Cuando me siento a escribir estas líneas, ciertos estados de Alemania acaban de prohibir la vacuna Astrazéneca para menores de 60 años. Las noticias hablan de 31 casos de trombosis, de los cuales diez u once resultaron mortales. Hasta hace poco no se la recetaban ... a los viejos; ahora a los jóvenes. La dichosa vacuna de Oxford parece a uno de esos horrísonos cuadros que nos regalan y para los que no acabamos de encontrar la pared adecuada. Lo feo en todos los sitios cuelga mal. La solución es tirar el maldito cuadro a la basura.
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Eso de que los beneficios superan ampliamente a los inconvenientes nunca acabó de convencerme. La OMS y demás encargados no piensan en que usted vaya a morirse. Ni yo. Ellos dicen que es soportable que se mueran diez, veinte o mil personas si a cambio se inmuniza a un millón contra la enfermedad. Daños colaterales siempre existieron y nunca tuvieron nombre y apellido. Pero esa personalización de los inconvenientes es vital para usted y para mí. Las lápidas llevan nombre. Las estadísticas son una cosa y las víctimas otra muy diferente. Posibles víctimas somos usted y yo. ¿Por qué, entonces, cuando parece que la escasez de vacunas está próxima a acabar, no cogemos el dichoso cuadro y lo tiramos a la basura? ¿Por qué no rompemos el contrato con AstraZéneca y nos pinchamos Pfizer, Moderna o Janssen que, por lo que sabemos, no tienen contraindicaciones? Quiero pensar que no hay obligaciones contractuales económicas que nos condenen a asumir riesgos, que pongan nuestra salud en la balanza.
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