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La Cruz desnuda
Óxidos y Vallisoletanías

La Cruz desnuda

«La Cruz sin adornos es una herida sin cerrar, una pregunta sin respuesta, un signo de interrogación»

José F. Peláez

Valladolid

Viernes, 18 de abril 2025, 08:29

Creo que no existe un misterio mayor que observar un madero solitario por el medio de la ciudad. Es un madero sin adornos, elevado sobre iris morados y bajo los almendros de la calle Tres amigos. Por encima de ello, el frío de toda una vida. Y por encima de ese aire gélido, un cielo extraño y un sol que no ilumina. En realidad, tampoco hay nada que iluminar, el mundo está en pausa, esperando a que suceda aquello que lo cambiará todo. Hay algo de distopía por Reyes Católicos, algo de olor a río muerto –a río tártaro– y de escena lovecraftiana, como si estuviéramos en el amanecer posterior al fin del mundo, como si todo hubiera acabado y solo se hubieran salvado ellos, los Franciscanos, custodiando la nada más absoluta hasta que Dios llegue para salvarnos.

Tras un jueves santo desbordante, con el corazón aún encogido y las piernas doloridas, una Cruz pasea solitaria por el Paseo de Zorrilla. Sin tiempo de descanso, con el hombro destrozado y los pies rotos, de Santa Isabel a la Inmaculada Concepción. Mientras la ciudad descansa, desayuna y contiene la respiración por lo vivido ayer, los Franciscanos se ocupan de hacer compañía al silencio en la soledad más pura. No hay una sola concesión a la belleza ni al artificio, no hay canciones ni poetas cuando la vida es solo lo que sucede entre paréntesis. Y quizá por eso sobrecoja de una manera tan única. Hay que tener una sensibilidad especial para aceptar que donde el mundo te necesita no es hablando sino callando y custodiando un trozo de madera viva con restos de carne muerta. Hay que ser capaz de sumergirse en las profundidades más oscuras del alma para saber caminar en silencio detrás de una Cruz, a cambio de nada, ni siquiera de consuelo. Y, por eso, cada paso es una declaración de fe, pero no de fe en lo que no se ve, sino de fe en lo que no se entiende. Custodiar una Cruz desnuda —sin Cristo, sin sangre, sin gloria— es asumir que el símbolo lo dice todo, que no hace falta más y que cualquier exceso es redundante. Esa es quizá la forma más radical de presencia.

La Cruz sin adornos es una herida sin cerrar, una pregunta sin respuesta, un signo de interrogación que pasea por Francisco Suárez. Uno lo mira todo, pero no consigue ver nada. Y aún así siente la soledad, el recogimiento y una enorme extrañeza por una llamada tan brutal. Pero también siente una fuerza misteriosa que emana del silencio. Una ciudad entera se detiene para dejar pasar algo que no tiene forma. El coche de policía guarda distancia. El pueblo fiel aminora el paso. Los perros no ladran. No hay turistas ni fotógrafos en el fin del mundo. Pero hasta el viento parece girar alrededor del vacío de Dios. En el corazón de Castilla, una cruz sin cuerpo se ha convertido en cuerpo ella misma. No hay música, no hay niños mirando ni bocas abiertas ante el milagro. Solo un rumor de pies y un murmullo de rosarios. Creo que hay una mística sin palabras, algo que recuerda que la fe no solo se celebra: a veces se soporta. Y que el dolor compartido, incluso cuando no tiene rostro, es más llevadero. Pero para ello alguien tiene que cargar con la Cruz y estar donde nadie más quiere. Y esta gente está salvando el mundo con su presencia. Porque hay cosas que solo se sostienen si alguien se encarga de sostenerlas. Y esta cruz, que parece no pesar, tiene el peso de los siglos. Por Filipinos, junto al Campo Grande, los animales hacen guardia, la humedad se nos mete en los huesos y del suelo surge un humo tenso que nos recuerda que Jesús está en el infierno, aunque tratemos de restarlo importancia para no enloquecer. Un poco después llegará el sermón de las Siete Palabras. El vermú, el potaje, la familia. Y después la joya de la corona, la procesión general, el 'dream team' del barroco castellano. Pero en esta hora nona todo está todavía consumado, no hay nada sólido y lo único que nos queda es una cruz erguida, herida y muda. Un madero horizontal, que nos convoca. Un madero vertical, que apunta al cielo. Y en la intersección nosotros, sin saber muy bien por qué estamos aquí, mirando una cruz como quien mira el abismo.

Hay quien cree que la Semana Santa es exceso, escenografía, ritual repetido. Y lo es. Pero a veces también es una cruz sola que atraviesa Valladolid como un cuchillo. Una procesión dura, un Vía Crucis sin saetas, un lamento sin petaladas. Una procesión seca, castellana hasta el tuétano, la parte áspera del Evangelio, el momento de la derrota. La Cruz sin Cristo. El cuerpo sin cuerpo. El símbolo sin adorno. Y ahí están los Franciscanos, avanzando como si supieran algo que el resto no sabemos, como si llevaran siglos repitiendo una coreografía mínima que tiene más de resistencia que de procesión.

Ojalá yo también supiera sostener algo con tanta dignidad, aunque fuera una certeza, un rincón que no se tambalee, un sentimiento que no necesite palabras para ser comprendido. Porque hay momentos —y este es uno— en los que sobra la retórica, las emociones salvajes, los discursos en cursiva. Todo eso cae, se vuelve ridículo, cuando pasa esta cruz deshabitada. Quien se burla de la liturgia no ha entendido el consuelo de los ritos. Quien no soporta el silencio es porque sabe que no todo será resuelto. Pero cuando uno ve pasar este cortejo sin cortejo algo en el alma se afloja. No es heroísmo, no es épica. Es humildad, creo. La humildad del que sabe que a veces no se puede hacer nada más que estar, que ciertas cosas solo se redimen con la presencia, como quien permanece al lado de un enfermo.

Esta cruz no es una bandera. Tampoco es una victoria. Es una carga que se acepta. Una verdad que no se grita. Una herencia de la que no se presume. Una manera de no marcharse. Y quizá sea eso lo que más nos conmueve: que no se han ido. Que los Franciscanos siguen ahí, sin necesitar brillar, sin que nadie los mire ni los glose. Que cuando los demás nos vamos, hay quien se queda caminando al lado de la nada, a los pies de un madero homicida para cumplir con su parte en un contrato sagrado: el de no abandonar ni siquiera lo invisible.

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