No deja de resultar curioso comprobar como se ha desvanecido, hasta casi desaparecer, la saludable crítica política ejercida desde el interior de los propios partidos. En su lugar, se ha desarrollado un mecanismo de autodefensa corporativa similar a un cierre de filas de carácter militar. ... Las formaciones son hoy balsas de aceite en las que cualquier disensión de carácter interno resulta sofocada de inmediato para garantizar una unanimidad pastueña que deja a los líderes un margen de maniobra omnímodo en su poder sobre la organización y, de paso, a los críticos lobotomizados.

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¿Hay voces disidentes en Podemos? Pocas y depuradas todas ellas. ¿En Ciudadanos?, casi tres cuartos de lo mismo. ¿En el PSOE? ni están ni se esperan, que ya se sabe que el poder une mucho. Tampoco las hay en el PP, ni en el PNV, que esto afecta a todos. Observando este alineamiento forzado de intereses, sin un matiz discrepante ante el temor a acabar liquidado políticamente por el líder de turno, uno recuerda la leyenda atribuida a Ramón María Narváez, 'El Espadón de Loja', Duque de Valencia y siete veces presidente del Consejo de Ministros en tiempos de Isabel II. Se dice que en su lecho de muerte el sacerdote que le auxiliaba le preguntó: «¿Perdonas a tus enemigos?». La respuesta sincera del militar fue: «No tengo, padre, los he matado a todos».

Algo así ocurre en el interior de los partidos. Escarmentado por las banderías que se produjeron en la UCD de Suárez y que acabaron con el partido, Alfonso Guerra acuñó la célebre frase «el que se mueva no sale en la foto». Sin embargo, el PSOE de Felipe González sí conoció disidencias, criticas internas y opiniones discrepantes con la ortodoxia oficial del partido. Luis Gómez Llorente, Francisco Bustelo, Pablo Castellano, Alonso Puerta y la corriente Izquierda Socialista, se salieron muchas veces del carril oficial para disgusto de los responsables de organización del partido. En el PCE de Santiago Carrillo también existieron críticos como Enrique Curiel o Pilar Bravo, que después de muchos años de tensión tuvieron que abandonar la formación. No digamos nada de la batalla entre Carlos Garaicoetxea y Xavier Arzallus que dio lugar a la escisión del PNV con la aparición de Eusko Alkartasuna. En fin, que siempre han existido molestas voces internas que hablaban con un tono propio alejado de los postulados oficiales de los partidos.

Las críticas se encajaban, mejor o peor, se soportaban y se convivía con ellas. Especialmente aquellas que venían, como corresponde, de los medios de comunicación. Desde el ámbito periodístico se dio cera a Suárez, González, Aznar, Zapatero, Rajoy, Guerra, Narcís Serra, Álvarez Cascos, y tantos y tantas más. A veces, hay que reconocerlo, sin piedad. Y, más allá de algún aislado rifirrafe personal, los políticos exhibieron siempre la coriácea piel de elefante que se les supone para desarrollar su labor.

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Ahora, las epidermis son muchísimo más sensibles. Basta un comentario negativo en una columna, especialmente en el ámbito de Podemos, para que una caterva de odiadores caigan sobre el periodista en las redes sociales anatematizándolo y acusándolo, cómo no, de ser un facha y de alinearse con la extrema derecha. Incluso existe un 'dizque' periódico digital podemita en el que se señala a los opinadores desafectos en un ejercicio intolerable de amedrentamiento público. Siguen corriendo malos tiempos para la lírica, como cantaba hace años Golpes Bajos, pero además son tiempos absolutamente negros para la crítica. Qué quieren que les diga, a algunos siempre nos han producido mucho miedo las adhesiones inquebrantables. Especialmente, si son forzadas.

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